21 de febrero de 2014

Richard Dawkins

El quinto simio

La teoría de Charles Darwin sobre la evolución de las especies por medio de la selección natural abrió una brecha en nuestra cómoda explicación de la vida y nos enfrentó a una verdad cegadoramente evidente pero al mismo tiempo inquietante: Los seres humanos no estamos por encima de los animales sino que somos animales, somos el quinto simio.

Pero incluso Darwin dudó en decir esto en voz alta; cuestiona nuestra confianza en los demás seres humanos. ¿Nuestros principios morales y nuestra educación son un simple barniz? Si la lucha por la existencia rige la evolución, ¿cómo es que nosotros, los humanos, no vivimos en un mundo de egoísmo despiadado? Y el genocidio y la limpieza étnica, ¿podría ser que fueran una estrategia para sobrevivir?

A continuación voy a abordar el asunto que Darwin eludió en El origen de las especies: la evolución de los seres humanos. Quiero preguntarme qué significa para nosotros haber evolucionado. La pregunta es más urgente que nunca; cada vez hay más gente, religiosa y no religiosa, que ataca al darwinismo porque, para ellos, justifica el egoísmo y la barbarie. A lo largo de mi carrera me he esforzado por conciliar mis valores liberales con la guerra despiadada que tiene lugar en la naturaleza y que Darwin nos reveló. De modo que ahora os llevaré al corazón de las tinieblas del darwinismo, y buscaremos respuestas y esperanza.

La selección natural es la fuerza impulsora de nuestra evolución, pero esto no quiere decir que la sociedad haya de regirse por los principios darwinistas. Como científico me entusiasma la selección natural, pero como ser humano me repugna que sea un principio para organizar la sociedad.

La evolución mediante la selección natural es una idea muy sencilla: A lo largo de miles de generaciones las variaciones que tienen éxito en la lucha por la subsistencia consiguen sobrevivir y reproducirse. Es un proceso que gradualmente va esculpiendo la vida y logrando formas cada vez más especializadas. Formas de vida entre las cuales están los simios: los gibones, los orangutanes, los gorilas, los chimpancés, y nosotros.

En el zoológico de Londres, en la década de 1830, la llegada de los primeros simios escandalizó a la sociedad biempensante. La reina Victoria, por ejemplo, los encontró «dolorosa y desagradablemente humanos». Pero había otro visitante que estaba encantado: El joven Charles Darwin veía como la verdad inequívoca lo miraba fijamente desde el otro lado de la jaula. La extraña familiaridad de las manos de los simios y la humanidad que nos parece entrever en sus ojos fueron para Darwin una prueba más que confirmaba la idea de la evolución, de que toda la vida está emparentada. Se dio cuenta de que los simios africanos son nuestros primos evolutivos más cercanos.

El África oriental es mi lugar de nacimiento y, lo que es más importante, el lugar de nacimiento de la especie humana. Hace entre cinco y seis millones de años vivió en África un simio que tuvo dos hijos; uno estaba destinado a originarnos a nosotros, el otro a originar a los chimpancés. Si me quedo aquí de pie y le doy la mano a mi madre, y ella le da la mano a su madre, y su madre le da la mano a la suya, y así hasta retroceder hasta el antepasado de todos los humanos y los chimpancés, ¿hasta dónde llegaría la hilera? La respuesta es unos quinientos kilómetros. A lo largo de esta distancia, sorprendentemente corta, el registro fósil muestra pruebas de cambios extraordinarios.

El paleontólogo Richard Leakey y su familia han descubierto las más contundentes en el Valle del Rift de Kenia. Unas pruebas que trazan el mapa de la evolución de nuestros antepasados humanos remotos:

RICHARD LEAKEY: ―Hace 1,9 millones de años aparecen cráneos pertenecientes al denominado homo hábilis; un cerebro más grande con una cara todavía grande y amplia, y probablemente antepasado del homo erectus. El homo erectus, que surgió en África hace 1,8 millones de años, es el antepasado del homo sapiens. Se mantuvo así durante casi un millón de años para acabar dando paso a un individuo con un cerebro todavía mayor, el homo sapiens, mucho más parecido a nosotros, con un gran arco craneal; el cerebro se ha expandido, está mucho más cerca de un hombre moderno en medida y forma. En el momento en que éste aparece todos los demás han desaparecido del registro fósil. Todos los grandes pasos de la historia humana se han producido en África.
R.D. ―A menudo me encuentro con gente que me dice: «Nadie me dirá que yo soy un simio». ¿Tú crees que existe una especie de repugnancia visceral? ¿Te lo has encontrado tú también?
R.L.: ―Sí que me lo encuentro, pero me parece muy fuera de lugar. Porque, como ya sabes, nosotros somos el quinto simio. Nunca nos hemos separado de los simios; hacemos las cosas de una manera diferente y nada más. Es divertido ir a la zona de los simios en uno de los grandes zoológicos, donde puedes observar a la gente mirando a un grupo de chimpancés, y lo que resulta muy claro, si observas la expresión de sus caras, es que no están tan seguros de que los simios se les parezcan, pero si miran a la gente de alrededor piensan: «Sí, hay un parecido con la persona que está en el otro extremo de la jaula.» Estamos más cerca del chimpancé africano que el caballo del asno. Los caballos y los asnos pueden cruzarse y tener descendencia. «Vaya ―dice todo el mundo― no estarás insinuando que… ¡oh!» Pues sí, eso mismo, ja ja ja.

Es un pensamiento inquietante. En términos evolutivos estamos tan cerca de los chimpancés que no es ridículo preguntarnos si sería posible cruzarnos con ellos. Somos el animal humano: erguido, con el cerebro grande; unos primos de los simios que han evolucionado y han superado a sus competidores pensando. Como biólogo me he preguntado sobre el desafío que esto supone, qué nos dice de la sociedad humana actual. Pero a casi la mitad de los habitantes de la Tierra les horroriza tanto lo que el darwinismo nos revela sobre nuestros orígenes que, simplemente, se niegan a creerlo.

―Yo soy un simio. ¿Lo es usted?
―No, no. Yo soy un ser humano.

Estoy haciendo un viaje de exploración al lado oscuro del darwinismo. Quiero enfrentarme a lo que significa para nosotros haber evolucionado dentro de la lucha brutal de la naturaleza. ¿Por qué el quinto simio habría de querer al vecino? La idea de nuestro origen animal puede inquietar a la gente. Si leemos El origen de las especies, la obra capital de Darwin en la que expuso su teoría de la evolución, tan solo encontraremos unas cuantas referencias de pasada a los orígenes humanos. Dios había hecho al hombre a imagen suya y la separación respecto a los animales era lo que definía al ser humano. Hablar de la evolución humana era demasiado arriesgado. Darwin desistió y se limitó a escribir, hacia el final: «Un día se aclarará el origen del hombre y su historia.» Pero cuando el libro se publicó, en 1859, lo que más se comentó fueron sus extraordinarias implicaciones para la Humanidad. ¿Éramos solo bestias bien vestidas? La evolución pasó a ser conocida como «la teoría del mono».

El alboroto no se ha extinguido aún. En Kenia, la cuna de la humanidad, grupos religiosos intentan impedir la inauguración de la exposición de fósiles homínidos del Museo Nacional. El registro fósil de los antepasados del ser humano tiene una fascinación especial. Para mí esos cráneos son mucho más valiosos que las joyas de la Corona. El «niño de Turkana» es un homo erectus de 1,5 millones de años; el esqueleto homínido completo más antiguo encontrado hasta ahora. Es una de las reliquias más preciosas de todos los museos de todo el mundo y sería una gran lástima que, por culpa de algún tipo de presión, no pudiera ser contemplado.

El poderoso movimiento evangélico de Kenia, con diez millones de fieles, ha organizado la campaña «Escondamos los huesos». Casualmente nací justo al lado de la iglesia donde el obispo Bonifes Adoyo encabeza la protesta.

R.D.: ―¿Cómo está, señor obispo? Ha sido muy amable aceptando este encuentro.
BONIFES ADOYO: ―Estoy encantado de conocer a un profesor tan importante.
R.D.: ―Vayamos dentro. ¿Sabe que nací pasando aquella calle, allá?
B. A. ―¿Sí? A mí me habían dicho que al otro lado.
R.D.: ―Tendremos que aclarar eso después.
B. A. ―Sí, bien, bien.

Ya quedó claro desde el comienzo que no nos entenderíamos…

R.D.: ―Yo soy un simio. ¿Y usted?
B. A. ―No, no. Yo no soy ningún simio. Je je. Yo soy especial, hecho a imagen de Dios, con la mente creadora de Dios, y soy creativo como Dios que me ha creado. Esta es la diferencia entre un simio y yo.
R.D.: ―Pues yo soy un simio, un simio africano. Y estoy muy orgulloso de serlo. Y usted también debería estarlo. ¿No cree que las pruebas deberían mostrarse para que la gente las vea y pueda decidir qué piensa?
B. A. ―Sí, todo el mundo ha de poder decidirlo.
R.D.: ―Usted está en contra de la exposición…
B. A. ―No estoy en contra de la exposición; estoy en contra de vincular la exposición a la teoría de la evolución. Nada más.
R.D.: ―Entonces, ¿usted estaría de acuerdo con que se mostraran los huesos pero sin mensajes evolucionistas?
B. A. ―Sí, porque son cráneos humanos…
R.D.: ― Realmente, no. Son cráneos mucho más pequeños que el nuestro y tienen mucha menos capacidad cerebral. El de tres millones de años de antigüedad tenía un cerebro de la medida del de un chimpancé. Era una especie de chimpancé que se había puesto de pie. Fue el primer paso en la transformación hacia el ser humano. Y el siguiente paso fue, en el «niño de Turkana», tener un cerebro más grande. El último paso fue tener un cerebro todavía mayor, como el nuestro.
B. A. ―Si este fue nuestro origen y hemos evolucionado hasta donde estamos ahora, ¿cómo es que los chimpancés no evolucionan hasta convertirse en hombres, cómo es que no se han extinguido? En el tiempo que hemos tardado en llegar a donde estamos ya deberían haberse extinguido.
R.D.: ―La evolución no funciona así. Nosotros no descendemos de ellos; somos sus primos. Tanto nosotros como ellos venimos de un antepasado común. Aquí están los chimpancés y aquí nosotros, y todos podemos remontarnos a un antepasado común. Este antepasado común no era ni un hombre ni un chimpancé, era otra cosa. Y fue evolucionando hacia el chimpancé y, en una dirección diferente, fue evolucionando hacia el hombre. Los chimpancés han estado evolucionando todo este tiempo, y los hombres también. Y seguramente ambos seguiremos evolucionando aunque no podemos predecir hacia dónde.

Nuestra conversación hizo surgir en aquel momento un punto importante sobre la evolución.

B. A. ―Entonces, ¿cuál es el objetivo de la evolución, el objetivo final? ¿que tengamos la cabeza muy grande?
R.D.: ―No, no hay objetivo.
B. A. ―¿No hay ningún objetivo?
R.D.: ―Sencillamente sucede.
B. A. ―Eso no contesta a mi pregunta. ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Dónde podremos decir: Este es el límite de la evolución?
R.D.: ―La evolución no tiene objetivos. Decir que tiene objetivos es no entender bien la evolución. Hay cambios y ya está.

Esto es crucial para entender la evolución por medio de la selección natural. Debe entenderse que no es un gran plan con objetivos; es un proceso duro, sin guía, que simplemente favorece a aquellos que tienen más éxito transmitiendo sus genes. No hay moralidad ni propósito alguno. Y nosotros, los humanos, simplemente somos uno más de sus productos. Darwin hizo bajar al hombre de su pedestal y lo convirtió en un animal más. Nosotros hemos evolucionado dentro de la despiadada competencia de la naturaleza. Pero ¿qué significa esto para nosotros y nuestra sociedad?

Para comenzar a bregar con este problema hemos de entender qué es la naturaleza, con todo su esplendor brutal. Parece una naturaleza en armonía pero, como vio Darwin, hay una lucha constante; todos los actores trabajan en su propio beneficio y, como están rodeados de otros que trabajan en su propio beneficio, propenden a explotarse los unos a los otros. En el bosque umbrío todas las plantas pugnan por llegar a la luz; los grandes árboles obtienen el premio legítimamente creciendo hacia el sol. Pero el ficus estrangulador hace una cosa muy extraña y cruel: ha comenzado su vida en la parte alta del árbol, a partir de una semilla que quizá ha dejado caer un mono frugívoro, después ha enviado las raíces hacia tierra para extraer el alimento y finalmente estas raíces proliferan en torno al árbol original y lo matan asfixiándolo. A la larga el árbol acabará pudriéndose y el ficus se mantendrá en pie solo, después de haber usurpado su lugar en el sol.

La encarnizada lucha por la supervivencia en la naturaleza ha sido la fuerza dinámica que ha impulsado la evolución de la vida. Y aquí es donde comienza mi lucha con las consecuencias del darwinismo. Los atacantes de Darwin afirman que su teoría sin objetivos, sin alma, ha hecho surgir lo peor de la naturaleza humana. Si la naturaleza es una competición despiadada, y es hacia donde hemos evolucionado, entonces, ¿es este el modelo para la sociedad humana? ¿cada uno a lo suyo? Veamos, hay un área de los asuntos humanos donde el principio de que el hombre es un lobo para el hombre a muchos les parece lo más natural: el mundo de los negocios.

A ciertos elementos de este mundo les ha encantado lo que para ellos es el mensaje de Darwin: Los fuertes han de sobrevivir y los débiles deben sucumbir. Aquí hay una aparente justificación del capitalismo descontrolado y de la negación de la ayuda a los pobres. Algunos de los empresarios de principios del siglo veinte, capitalistas sin escrúpulos como el magnate del petróleo John D. Rockefeller, eran darwinistas sociales declarados; creían que el progreso de la Humanidad se conseguiría aplicando a la economía y a la sociedad el modelo de la naturaleza, de la lucha incesante de la selva.

He acudido a un congreso de empresarios en Londres para observar de cerca al animal de negocios de hoy en día:

ERIC BEINHOCKER, analista financiero: ―La observación de las similitudes entre el sistema económico y el biológico viene de lejos, sobre todo en lo que respecta a la noción de la competitividad de ambos sistemas. Cuando las empresas compiten podemos considerarlas como diseños, de tal modo que podremos tener un diseño para un banco, una manera de llevarlo; cada uno de los bancos de la calle principal tendrá una manera ligeramente diferenciada de llevar el negocio, un diseño diferente, y la competición evolutiva consistiría en que nosotros caminamos por la calle principal y miramos qué banco nos va mejor, qué diseño se ajusta mejor a nuestras necesidades.
R.D.: ―Así, ¿tenemos simios empresariales que luchan por la supremacía sin compasión enseñando los dientes? Me pregunto si eso no es más una pose que una realidad. ¿Cree que existe el riesgo de exagerar la analogía darwiniana?
E. B.: ―Sí, por supuesto. A la prensa le encanta presentar a esos directores generales y empresarios como unos héroes, y en muchos sentidos lo son, trabajan muchísimo y hacen grandes sacrificios, pero es un mito que sean grandes visionarios, gente que pueda predecir el futuro y llevar una organización hacia ese futuro. La realidad es que los sistemas económicos, igual que los biológicos, son enormemente complejos y ser capaz de predecir lo que pasará a largo plazo es extraordinariamente difícil o imposible. Lo que hacen algunas empresas, más que intentar adivinar hacia dónde va el mercado, es producir una cierta variedad y después dejan que elija el mercado, que los clientes decidan qué productos y servicios prefieren.
R.D.: ―Respecto a aquellos magnates legendarios que surgieron, ¿fue una cuestión de suerte que fueran ellos los que acertaron? Mirándolo a posteriori, ¿podemos decir que acertaron, pero solo porque lo miramos a posteriori?
E. B.: ―No es por restarle méritos al talento que pudieran tener aquellos individuos, pero si nos imaginamos una habitación llena de gente lanzando monedas al aire, si la habitación es lo bastante grande, a alguno le saldrá cara diez veces seguidas y si le preguntas a esta persona cómo lo ha hecho te dirá: «Soy un experto lanzador de monedas. Sé cómo lanzarlas.» Pues en el mundo de los negocios sucede lo mismo.

Así pues, el darwinismo de los negocios parece que es poco más que una metáfora, una analogía. Está bien claro que no proporciona ninguna ley natural sencilla para el progreso económico, como defendían los darwinistas sociales.

Pero ¿puede el darwinismo ser aplicado a otros campos de los asuntos humanos? ¿Y si decidimos coger las riendas de nuestra propia evolución, no copiar a la naturaleza sino controlarla, acelerar el proceso de eliminación?

«Los deficientes son más felices y útiles en estas instituciones que en casa. Pero habría sido mucho mejor que no hubieran nacido.»

Ya se había probado. El movimiento eugenésico de principios del siglo veinte pretendía impedir que los débiles procrearan a través de la esterilización obligatoria de los incapacitados.

«La eugenesia busca aplicar las nuevas leyes de la herencia para impedir la degeneración de la raza y mejorar las cualidades innatas.» Julian Huxley, 1937.

Aquí se abría una pendiente resbaladiza hacia una pesadilla. En el peor de los casos la eugenesia se convirtió en una oscura visión tribal que se utilizó en última instancia para justificar el genocidio étnico de la Alemania nazi. La eugenesia no es una versión de la selección natural. Hitler, a pesar de lo que dice la leyenda popular, no era darwinista. Cualquier granjero, horticultor o criador de palomas sabía cómo seleccionar los animales o las plantas para obtener el resultado deseado; los eugenistas como Hitler siguieron lo que hacían los criadores. De lo que tan solo Darwin se dio cuenta fue de que la naturaleza podía hacer el papel de un criador.

A Darwin se le ha manipulado. Siempre he detestado que se le utilizara para justificar la competencia salvaje en los negocios o el racismo y las políticas de derecha, y a lo largo de mi carrera me he enfrentado a la aparente paradoja de como la cooperación, la bondad e incluso la moralidad podían haber surgido evolutivamente de la brutalidad ciega de la naturaleza.

Charles Darwin defendió en El origen de las especies que una lucha brutal por la existencia es lo que impulsa la evolución de la vida en la Tierra. La selección natural puede parecernos cruda a muchos biólogos y no hay duda de que la naturaleza puede ser despiadada y cruel. Pero me intrigan los aparentes actos de amabilidad en la naturaleza: Chillar para avisar, apiñarse para darse calor y confort y despiojarse mutuamente; los animales muestran lo que llamamos altruismo. Le dan a otro una cosa que les ha costado un esfuerzo. La pregunta a la que he intentado responder como biólogo es: ¿por qué? La explicación debe implicar en algún punto al cerebro.

El altruismo, como cualquier otra conducta, debe haber surgido por evolución, con el tiempo, igual que nuestro cerebro actual. Por eso ahora quiero hablar con alguien que sabe de la evolución de nuestra psicología:

R.D.: ―Hola Steve, encantado de verte.
STEVE PINKER, psicólogo evolucionista: ―Hola, bienvenido.
R.D.: ―Cuando enseñamos evolución tendemos, naturalmente, a centrarnos en la anatomía, pero también podríamos decir que la psicología, que nuestras mentes son órganos o sistemas orgánicos evolucionados, ¿no es así?
S. P.: ―Sí. Tenemos motivos para creer que la mente es un producto de la actividad del cerebro. El cerebro es un órgano, tiene una historia evolutiva. Todas las partes que contiene un cerebro humano podemos encontrarlas en el de un chimpancé o en el de otros mamíferos. Y también sabemos que el cerero no es tan solo una red neuronal aleatoria; tenemos también motivos para creer que muchos de los productos del cerebro, la percepción o las emociones, el lenguaje, las formas de pensar, son estrategias para gestionar el mundo, sobrevivir, educar a los niños, buscar pareja, gestionar relaciones…
R.D.: ―Todos podemos entender por qué el deseo sexual tiene valor darwinista con respecto a la supervivencia, ¿pero tú dirías que los mecanismos de la culpa, de la confianza, son algo así como el deseo sexual? ¿existe un deseo de confiar?
S. P.: ―Sí, efectivamente. La gente no tiene problemas en aceptar la explicación darwinista para emociones provocadas por el mundo físico, miedo a las alturas, a las serpientes, a las arañas, a la oscuridad, a las aguas profundas, asco ante las secreciones corporales que pueden contener parásitos, la carne podrida, etcétera, pero a menudo muestran sorpresa o incluso contrariedad ante la idea de que nuestras emociones morales puedan tener una base evolutiva como la confianza, la solidaridad, la gratitud. Pero del mismo modo que el miedo tiene una base evolutiva, nuestras emociones morales pueden también analizarse así.

Creo que Steve Pinker tiene razón y que sí tenemos una moralidad producto de la evolución. Pero también entiendo por qué provoca resistencia esta idea. ¿Por qué los genes de las partes del cerebro implicadas en la generosidad a costa de uno mismo habrían sido heredados en la brutal lucha por la existencia en la naturaleza? Darwin definió esto como «selección sexual»; advirtió que en la evolución no se trata solo de qué animales sobreviven sino también de cuáles pueden triunfar en la lucha por ganarse los favores del sexo opuesto.

Deben suceder dos cosas para que un individuo transmita sus genes a la siguiente generación; ha de sobrevivir y ha de resultar atractivo para el sexo opuesto. Un pavo real es una valla publicitaria ambulante; la cola de un pavo real, con sus puntos como ojos, es como un rótulo de neón ambulante.

En Estados Unidos estoy investigando una manera imprevista en que las mujeres practican lo que podría considerarse como una forma de cría selectiva. Voy al encuentro de un grupo de mujeres solas que, fríamente, escogen los atributos con los cuales quieren emparejarse y que quieren transmitir a sus hijos. ¿Existe la remota posibilidad de que la amabilidad o el altruismo sean algunas de las cosas que les interesan? Estas mujeres quieren recurrir a un donante de semen para convertirse en madres. Es una especie de selección sexual de tecnología punta.

R.D.: ―¿Escogeríais a un hombre que os atraiga?
AMY AVERSON, cliente de un banco de esperma: ―Por supuesto. Es algo parecido a una web de contactos. Pagas una suscripción de tres meses, miras las fotos… Conozco mujeres que lo ven de esta manera; buscas a alguien saludable, atractivo, educado e inteligente. Yo querría estas cualidades para mi hijo, las mismas que hubiera querido tener en una pareja. Que sean atractivas para la gente en general. Al menos así es como yo lo veo.

Para las parejas potenciales de las mujeres, parejas que ellas nunca conocerán, el proceso comienza aquí:

CLAUS RODGAARD, gerente de un banco de esperma: ―Aquí tenemos las salas de los donantes, donde pueden hacer aquello que tienen que hacer.
R.D.: ―Unas fotografías adecuadas en la pared, ¿eh?
C.R.: ―Pues claro. Debes tener material para inspirarte, para que la cosa funcione, je je.
R.D.: ―Pero ¿qué escogen las mujeres? ¿Hay alguna que diga: «Deme uno al azar»?
C.R.: ―Es algo muy extraño.
R.D.: ―Entiendo.
C.R.: ―¿Qué mujer entra en una zapatería y dice: «Deme cualquier zapato»? Eso no pasa.
R.D.: ―No. Es verdad, ¿Pero qué piden? Compres lo que compres, dedicas un tiempo a decidirte.
C.R.: ―Por supuesto.
R.D.: ―Pero en nuestra sociedad parece como que haya un tabú contra la elección eugenésica y podría ser que las mujeres, de acuerdo con eso, dijeran: «Estoy contra la eugenesia y por lo tanto, pues…»
C.R.: ―Esto es América. Es una sociedad de competitividad y consumismo. La gente está acostumbrada a comprar por internet y a preguntar cosas de los productos.

Los donantes deben proporcionar detalles completos e íntimos de todos los aspectos de su vida: el número que calzan, las alergias, el tono de piel, si se broncean fácilmente…

R.D.: ―Animal de compañía preferido…
C.R.: ―Animal de compañía preferido, si es fumador…
R.D.: ―Le gusta James Bond.
C.R.: ―Le gusta el Aston Martin, le gusta el jazz…

Pero yo quiero volver al misterio del altruismo. ¿Es posible que entre las cualidades que una mujer quiere en un donante de esperma esté que sea agradable, que sea amable?

AMY AVERSON, cliente de un banco de esperma: ―Aquí hay uno que me ha llamado la atención. Metro ochenta y cinco, ojos de color avellana, moreno rizado… Me interesa este, porque cuenta que una mujer de su familia tenía problemas para quedarse embarazada y que era importante para él poder ayudar a otras mujeres que necesitasen ayuda en este aspecto, y eso me ha gustado.

R.D.: ―Lo que es fascinante es que las mujeres no quieren simplemente las cualidades evidentes del macho alfa.
CLAUS RODGAARD: ―Hay muchos más factores que se tienen en cuenta además del físico y la inteligencia. Uno de los donantes que ha tenido más éxito es, de hecho, el tipo más simpático que tenemos.
R.D.: ―¿Y qué?
C.R.: ―No sé cómo expresarlo de una manera formal, pero es el tipo más simpático. No es el más listo ni el mejor plantado.
R.D.: ―Y entonces, ¿cómo saben ellas que es el tipo más simpático?
C.R.: ―Porque ha escrito un perfil muy extenso de sí mismo. Yo le he conocido y lo que dice el perfil es verdad. Sé que es un tipo muy simpático.

¿Qué está sucediendo aquí, a un nivel más básico? Esto me lleva a un tema que me interesó mucho en el pasado. La cuestión de cómo los animales evolucionan para ser buenos con los otros me fascinó cuando empecé a enseñar biología en Oxford en los años sesenta. Eso era tan solo diez años después de que Watson y Crick descifraran la estructura del ADN y de los genes. Y a mí me interesaba ver cómo la nueva ciencia de la genética podía ayudar a resolver el enigma del altruismo.

Los genes son instrucciones codificadas para construir cada ser vivo, cuerpo y mente. Son los que hacen que vaya apareciendo esa nariz familiar especial a lo largo de las generaciones, dictan de qué color tendremos los ojos. Pero estos ejemplos solo son la punta visible del iceberg. Lo esencial es que nosotros los organismos, nosotros, yo, un pulpo, un caballo o una jirafa, somos máquinas de sobrevivir, somos vehículos para los genes que viajan dentro de nosotros; unos vehículos que se averían una vez que han transmitido la preciosa información codificada a la generación siguiente mediante la reproducción. Los genes van copiándose de una generación a otra, una y otra vez, de manera que los genes, y solo los genes, son inmortales.

Yo propugné una visión de la naturaleza desde el punto de vista de los genes. Los genes que sobreviven son aquellos que proporcionan cuellos ligeramente más largos, una visión ligeramente mejorada o un camuflaje mejor y de esta manera ayudan a su vehículo a sobrevivir y por lo tanto a transmitir estos mismos genes. La supervivencia de los más aptos es en realidad la supervivencia de los genes, porque los genes son los únicos que sobreviven a través de muchas generaciones. Un gen que no mirase por sus propios intereses no sobreviviría; este es el significado de la expresión “gen egoísta”.

Muy bien. Pero entonces, ¿cómo puede ser que los genes egoístas promuevan la amabilidad? Si los genes se esfuerzan egoístamente por hacer más copias de sí mismos, ¿cómo puede un gen alcanzar este objetivo egoísta haciendo que su portador se comporte de una manera altruista? Una parte de la respuesta reside en el parentesco. Un gen altruista puede propagarse por la población siempre que el altruismo se dirija a otros organismos que tengan el mismo gen, en otras palabras, a la familia. De forma que los genes egoístas construyen animales padres que protegen a sus crías; en términos humanos, padres que entrarían en un edificio en llamas para salvar a sus hijos. Es la llamada «selección familiar». La otra parte de la respuesta es el «altruismo recíproco»: Si me rascas la espalda yo te rascaré la tuya. Cuando los animales viven en grupos en los que se encuentran repetidamente los unos con los otros, los genes para devolver favores pueden sobrevivir. Los individuos se sacrifican los unos por los otros, se dan comida los unos a los otros, a los parientes próximos y a otros individuos que pueden devolver el favor en otra ocasión. Los genes egoístas dan lugar a individuos altruistas.

En los años setenta escribí un libro en el que reunía todas estas ideas titulado El gen egoísta. La idea de que, en última instancia, el altruismo se reduce a un juego de supervivencia de los genes irritó a algunos, aunque ahora está ampliamente aceptada entre los biólogos. Pero la historia no termina aquí. Me he dado cuenta de que parece que haya una cosa extraña en los humanos. ¿No son los humanos más generosos de lo que podría esperarse incluso con la teoría del gen egoísta? Damos dinero a organizaciones benéficas, donamos sangre, lloramos porque le ha ocurrido una desgracia a unos desconocidos. Quiero investigar el porqué de esto.

Toda mi vida me he preguntado por qué la gente es tan buena y solidaria con los otros. A primera vista esto parece que se contradiga con la maldad del mundo feroz y competitivo del darwinismo. De acuerdo, el darwinismo se suavizó porque a los genes, egoístamente, les interesaba construir animales altruistas. Hay buenas razones genéticas para algunos actos limitados de bondad; pero no puedo dejar de preguntarme: ¿es suficiente con esto para explicar la bondad humana e incluso la de los chimpancés?

El primatólogo holandés Frans De Waal ha sido un crítico de la idea del gen egoísta. Estudia a los chimpancés y cree que nuestros parientes vivos más próximos muestran una empatía y una preocupación moral que va más allá del altruismo con los parientes y la reciprocidad de los genes egoístas.

FRANS DE WAAL: ―Pongamos que hay una gran pelea y hay uno que pierde. Frecuentemente hay otro que se le acerca, lo rodea con el brazo, intenta calmarlo, lo despioja… A eso lo llamamos comportamiento de consolación y es tan común que se pueden recoger datos.

De Waal me ha acusado de promover con mi libro lo que él denomina «la teoría del barniz», la idea de que la moralidad es una fina capa de barniz que hay encima de la de maldad inherente a nuestra naturaleza animal.

F.D.W.: ―La razón de que yo hable de la teoría del barniz es que hemos visto durante treinta años como se publicaban libros sobre como los humanos no son buenos por naturaleza, que en el fondo son malvados y si son buenos es solo para causar una buena impresión y si son morales es solo por un fino barniz que hay encima de nuestra naturaleza humana. Yo estoy en contra de eso.
R.D.: ―Mi opinión es que los fenómenos que vemos, que tú has descrito como empáticos, son fenómenos que necesitan una explicación. Y en mi caso los explicaré basándome en los genes egoístas. Los genes egoístas son tan buenos explicando los comportamientos altruistas como los egoístas.
F.D.W.: ―Ciertamente los genes se preocupan de sí mismos, pero quizá el problema es que la palabra “egoísta” tiene un contenido motivacional y opino que es aquí donde la gente se confunde y piensa: «Si tenemos genes egoístas hemos de ser egoístas» y estas cosas deberían diferenciarse.
R.D.: ―Por supuesto. Es una confusión muy desafortunada porque la mayor parte del libro trata sobre el comportamiento altruista.
F.D.W.: ―Y también se ha utilizado en la ideología política, por ejemplo en lo que denominamos darwinismo social, tan importante en este país, Estados Unidos. Es una especie de trampa ideológica que dice: los animales no son buenos entre ellos, y nosotros, los humanos, no deberíamos ser buenos los unos con los otros; no hay ningún motivo por ejemplo para ayudar a los pobres porque los pobres han de arreglárselas por sí mismos y si no lo consiguen, que se mueran, no pasa nada.

Yo también detesto el darwinismo social, pero eso no quiere decir que hayamos de idealizar la naturaleza y que no nos hayamos de enfrentar a los hechos cuando tratamos de las raíces genéticas del altruismo. Pienso que la selección familiar en pequeños grupos en la naturaleza ha favorecido el altruismo pero que, cuando se trata del ser humano, ha sucedido alguna cosa especial. Hemos ido más allá de la selección familiar. Nuestro mundo, ahora, ha subido de escala; vivimos en medio de poblaciones grandes y anónimas de desconocidos que no son familiares que compartan nuestros genes ni gente de la que podamos esperar que nos devuelva los favores, y a pesar de todo tenemos el deseo de ser buenos.

R.D.: ―La norma que tenemos grabada en el cerebro dice: «Sé bueno con todo aquel que te encuentres». Y eso funciona en la naturaleza porque todo el que te encuentras forma parte del grupo pequeño y es muy probable que sea un primo, por tanto, cuando yo veo a otro ser humano sufriendo, llorando o alguna cosa así, siento un impulso casi incontrolable de consolarlo, de rodearlo con el brazo. «¿Qué te sucede? ¿Cómo puedo ayudarte? Déjame ayudarte, por favor.» Es un impulso interno muy fuerte que, como darwinista, creo que tiene raíces ancestrales en un pasado en el que vivíamos en pequeños grupos, en pequeñas bandas, en el que era muy probable que estuvieras rodeado por parientes o por individuos que podían corresponderte. Ya no lo estamos. Aquella persona que llora es un completo desconocido para mí; no me corresponderá nunca, pero a pesar de todo el impulso está ahí, no puedo evitarlo.

¿Por qué los humanos somos a menudo tan buenos con los completos desconocidos? ¿Podría ser porque nuestros genes egoístas en cierto sentido, en un sentido fantástico, fallan? Comparémoslo con el deseo sexual, con el deseo de copular; aunque utilicemos la contracepción expresamente para frustrar la finalidad evolutiva, el deseo continúa existiendo a causa de los circuitos cerebrales creados por los genes. De la misma manera tenemos un deseo de ser buenos, incluso con desconocidos, porque la bondad ha quedado grabada en nuestros circuitos cerebrales desde la época en que vivíamos en pequeños grupos de parientes y amigos íntimos con los que valía la pena intercambiar favores.

Este es para mí el antídoto a la oscuridad que algunos han visto en nuestra herencia darwiniana. Y va aún más lejos. La alegría de ser seres humanos conscientes es lo que nos hace levantarnos por encima de nuestros orígenes. El fallo de los genes egoístas significa que nosotros no imitamos la maldad de la naturaleza sino que nos escapamos de ella y vivimos de acuerdo con nuestros valores.

Como Darwin reconoció, los humanos somos la primera y única especie que ha podido desligarse de la fuerza brutal que nos creó, la selección natural. Nosotros, los humanos civilizados, hacemos todo lo posible por controlar el proceso de eliminación. Construimos asilos para los retrasados, los mutilados y los enfermos, hacemos leyes para favorecer a los pobres y nuestros médicos se esfuerzan para salvar la vida de todo el mundo hasta el último momento.

El Club 999 en el East End de Londres acoge a los menos afortunados, alcohólicos, drogadictos y vagabundos, y les proporciona té y comidas calientes. Para mí un altruismo como este representa una de las cimas de la civilización humana. Nos preocupamos por los más vulnerables de nuestra sociedad, cuidamos a los enfermos, damos asistencia social a los necesitados.

IRIS FRENCH, trabajadora de una organización benéfica: ―Necesitan alguna cosa caliente que les haga entrar en calor. Después de haber pasado toda la noche durmiendo en la calle no les queda calor en el cuerpo y si al menos pueden tomar un tazón de sopa…
R.D.: ―¿Qué es lo que le hace a usted sentir la necesidad de ser tan buena?
I.F.: ―…Fui una niña de la guerra. Nunca había mucha comida y por eso siempre he intentado cuidar a esta gente tan bien como he podido. Si veo que tienen hambre les doy de comer.
R.D.: ―Así que pasó hambre de pequeña…
I.F.: ―Sí.
R.D.: ―Y pensó: No quiero que le pase eso a otras personas.
I.F.: ―Exacto. Eso pensé.

Nosotros podemos sentir empatía, podemos ponernos en la piel de los otros. Una sociedad basada en los principios darwinistas estrictos sería una sociedad despiadada. Afortunadamente, la selección natural nos ha proporcionado cerebros grandes con los cuales podemos diseñar una sociedad más benévola, el tipo de sociedad en el que nos gusta vivir.

La evolución no tiene ningún propósito. Aquí no hay benevolencia, no hay planificación de futuro. Alguna gente encuentra esto perturbador; pero hay una manera mejor de enfocarlo: solamente nosotros en la Tierra hemos evolucionado hasta el punto extraordinario en el que podemos entender cómo funcionan los genes egoístas que nos han modelado. No son modelos para nuestro comportamiento sino todo lo contrario. Como somos conscientes de estas fuerzas podemos trabajar para domesticarlas a través de la bondad y la ética, la medicina moderna, la caridad, incluso el pago de impuestos; podemos derrocar la tiranía de la selección natural. Nuestros cerebros evolucionados nos permiten rebelarnos contra nuestros genes egoístas.



The Fifth ApeDe la serie documental The Genius of Charles Darwin
Presentada por el profesor Richard Dawkins, Universidad de Oxford
IWC Media Limited 2008


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