28 de julio de 2012

Ibn Zamrak

Poema de la Fuente de los Leones

Bendito sea Aquel que otorgó al imán Mohamed
bellas ideas para engalanar sus mansiones.
Pues, ¿acaso no hay en este jardín maravillas
que Dios ha hecho incomparables en su hermosura,
y una escultura de perlas de transparente claridad
cuyos bordes se decoran con orla de aljófar?

Plata fundida corre entre las perlas
a las que semeja belleza alba y pura.
En apariencia, agua y mármol parecen confundirse
sin que sepamos cuál de ambos se desliza.
¿No ves como el agua se derrama en la fuente,
pero sus caños la esconden enseguida?

Es un amante cuyos párpados rebosan de lágrimas,
lágrimas que esconde por miedo a un delator.
¿No es, en realidad, cual blanca nube
que vierte en los leones sus acequias
y parece la mano del califa, que, de mañana,
prodiga a los leones de la guerra sus favores?

Quien contempla los leones en actitud amenazante
sabe que solo el respeto al Emir contiene su enojo.
¡Oh descendiente de los Ansares, y no por línea indirecta,
herencia de nobleza que a los fatuos desestima:
Que la paz de Dios sea contigo y pervivas incólume
renovando tus festines y afligiendo a tus enemigos!



Poema de Ibn Zamrak (1333-1393) escrito en los muros de la Alhambra
alhambra.org


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25 de julio de 2012

Leandro Carré Alvarellos

La leyenda de los Mariños

En aquellos lejanos tiempos del feudalismo, allá por el siglo XIII o el XIV, vivía un conde llamado don Froyaz o Froilán, que habitaba un imponente castillo. Relativamente joven, se mantenía soltero. Era muy aficionado a la caza y solía recorrer a caballo sus extensas posesiones, dedicado a su distracción favorita, acompañado a veces por sus amigos vecinos, o bien por algunos de sus escuderos.

Una mañana que caminaba por el declive de un monte cercano al mar, atisbó junto a unas peñas de la playa el cuerpo de una mujer que parecía dormida; estaba desnuda pero no se veían bien sus piernas a causa de unas piedras que las ocultaban.

Lleno de curiosidad, fue acercándose silenciosamente; pero, al pisar las arenas, su caballo piafó y al ruido que produjo se despertó la dama, que, al parecer, era una hermosa sirena, y se dispuso a zambullirse en el agua. Pero fue tarde: tres escuderos que acompañaban a don Froilán rápidamente la habían rodeado, impidiéndole la huida.

Uno de los escuderos se despojó de su tabardo, con el cual cubrió a la sirena; esta fue colocada sobre un caballo y conducida al castillo de don Froilán, que, prendado por la hermosura de aquella mujer, sintió estremecerse su carne varonil con una emoción y una inquietud que jamás había experimentado ante mujer alguna. Y quiso casarse con ella.

Una vez instalada en su castillo, vestida como cumplía y atendida por varias doncellas, don Froilán la hizo bautizar; y como había surgido del mar y en el mar la había hallado, consideró que ningún nombre le convenía mejor que el de “Mariña”; y Mariña fue su patronímico.

Pero doña Mariña era muda. No sabía hablar y, a pesar de los intentos de don Froilán para enseñarle a pronunciar algunas palabras, ella, por mucho que se esforzaba en decir las frases más simples, no lo conseguía, lo cual tenía entristecido al conde. Y más cuando al cabo de algún tiempo nació su hijo primogénito y vio como la madre le acariciaba con amor y le besaba con ternura, pero no le dirigía ninguna de las palabras cariñosas con que las madres suelen hablar a sus hijos; sus expresiones consistían solamente en gestos, que algunas veces terminaban en lágrimas al no poder decir con la voz toda la ternura que sentía por él.

Llegó la víspera de San Juan y, como siempre en tal día, al llegar la noche se celebró en el patio del castillo la fiesta y se encendió la hoguera tradicional. Don Froilán gustaba de ver holgarse a sus servidores y, para solazarse con las gentes de su casa, se presentó allí. Doña Mariña, que nunca había presenciado tal espectáculo, acudió también, llevando en sus brazos al hijo de sus entrañas.

Entonces, con rápido movimiento, don Froilán arrebató al niño de los brazos de su madre y, aproximándose a la hoguera, hizo ademán de arrojarlo a las llamas. Despavorida, doña Mariña se puso en pie y profirió un grito, un grito de espanto y clamó: «¡Fillo!…» Y con el terror que la sobrecogió hizo tal esfuerzo, que arrojó de la boca un pedazo de carne; pero habló, Y desde entonces habló normalmente.

Y todos lloraban en aquel momento, de emoción y de alegría, y la fiesta prosiguió con mayor alborozo aún.

Y en recuerdo del hecho y por haber acontecido en aquella fecha, al niño le nombraron Juan.



Leandro Carré Alvarellos. Las leyendas tradicionales gallegas, editorial Espasa Calpe, Madrid 1977


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20 de julio de 2012

Carlos García Gual

De don Artús de Bretaña

Cuenta Caxton en su prólogo a Le Morte D'Arthur que hay nueve grandes héroes, los mejores de todos los tiempos, que merecen ser por siempre recordados. Tres son paganos: Héctor de Troya, Alejandro el Grande, y Julio César. Tres son judíos: Josué, David, y Judas Macabeo. Tres son cristianos: Arturo, Carlomagno, y Godofredo de Bouillon. En ese excelente prefacio a la vasta compilación de las novelas de Sir Thomas Malory —que desde su editio princeps antecede a la larga versión en prosa inglesa de las aventuras y maravillas artúricas— afirma que es el rey Arturo el primero y más valioso e importante de los tres mejores reyes de la Cristiandad, así como el más renombrado y digno de recordación, especialmente entre los ingleses, sus compatriotas.

Ese tema de los nueve paladines heroicos era, como Caxton mismo dice, un tópico bien divulgado desde mucho tiempo antes entre los doctos. La mejor ilustración plástica del mismo la constituye su representación en el grupo de esculturas de la Fuente Hermosa de Nuremberg. Construida entre 1385 y 1392, es decir, un siglo antes de la edición de Malory por Caxton (1485), este espléndido monumento del gótico tardío nos ofrece unas imágenes de los nueve héroes universales, alternando con las figuras de los siete príncipes alemanes, y los profetas y los evangelistas, como un testimonio brillante de su gloria y ejemplaridad. En la amplia plaza del mercado de esta antigua e imperial ciudad alemana puede verse aún la estatua del buen rey Arturo, espejo de príncipes cristianos. Con su barba recortada y bífida, con su noble y ensimismada expresión, esta imagen de Arturo es una de las más atractivas del fabuloso y trágico monarca de Bretaña, estilizada a la moda del otoño medieval.

La más antigua representación de Arturo se encuentra en una famosa arquivolta de la “Porta della Pescheria” en la Catedral de Módena, en el norte de Italia. En el espacio semicircular de la arquivolta se halla representada una escena que podría estar sacada de cualquier relato artúrico, porque evoca un episodio épico: seis caballeros —tres a cada lado— asedian un castillo defendido por tres guerreros que tienen prisionera a una dama. Los personajes tienen grabados sus nombres al lado y así se les identifica bien. La dama es Winlogee (una forma del nombre bretón de Ginebra); los defensores del castillo, Burmaltus, Carrado y Marrok (Durmart, Caradoc, y Mardoc); los atacantes, Artus de Bretania, Isdernus, Galvaginus, Galvariun, Che, y otro más sin nombre. Junto a Arturo están ya algunos de sus más famosos camaradas de aventuras: Ider, Galván, Ganelón y Cay. La escena grabada alude a un episodio que podemos interpretar fácilmente: los caballeros acaudillados por Artur acuden a rescatar a la reina, raptada por el felón señor del castillo. Pero esta escena esculpida, con los nombres latinos de sus figurantes, tiene un especial interés por su fecha temprana: entre 1100 y 1120, unos cincuenta años antes que la primera novela artúrica que hayamos conservado. Seguramente fue un conteor bretón que viajaba con la tropa del Duque de Normandía en la Primera Cruzada el que aportó su relato para que un cantero italiano lo recordara en la piedra de la Catedral, donde quedó como muestra perenne de la temprana difusión de la “materia de Bretaña”.

Contrastemos por un momento las dos imágenes: la del Arturo de este relieve románico y la de Arturo como el mejor rey de la Cristiandad —codeándose con Carlomagno y con el conquistador de Jerusalén—, imágenes que distan largo trecho en el tiempo y su recepción histórica. Entre la una y la otra discurre el caudaloso río de las leyendas artúricas, una fabulosa literatura de ficción que ha convertido su figura en el centro de un universo mítico de universal resonancia, de extraña y perdurable fascinación.

Por obra y gracia de esa literatura Arturo de Bretaña se aparece como el más prestigioso monarca medieval, rodeado de una fastuosa corte de caballeros, los paladines de la Tabla Redonda, los defensores del orden y la cortesía en un mundo enigmático, en los limites de la realidad y la magia. (…) El espejismo del mundo artúrico encandiló a una gran parte de la Europa medieval, porque el mítico Arturo es mucho más que un héroe nacional británico. Muchos contribuyeron a la difusión de las leyendas de Arturo y con muchas hebras se tejió la trama de su historia novelesca. Los conteors bretones difundieron y tradujeron los episodios fantásticos, los “cuentos de aventuras” en los que se expresaba la fantasía y la degradada mitología céltica, una literatura épica oral de extrañas y antiguas raíces. Los novelistas franceses recogieron esas narraciones y las pusieron en verso y las escribieron en la pauta cortés y romántica de la época. La propaganda con la que los reyes normandos de Inglaterra, los Plantagenet establecidos tras la conquista a mediados del siglo XI, quisieron glorificar su pasado para competir en prestigio con otros soberanos europeos, apoyó decididamente la entronización de Arturo como el magnífico rey de un tiempo pasado de perdurable esplendor. Algunos grandes poetas alemanes tradujeron y reinterpretaron, ahondando en sus simbolismos, los relatos de los novelistas franceses. También se tradujeron pronto al galés esos textos novelescos, cruzándose con ecos de otros relatos perdidos, con remotos cuentos familiares de Irlanda y Gales. De los juglares las historias pasaron a los novelistas cortesanos, y luego algunos sagaces clérigos retocaron las novelas para infundirles un sentido más espiritual y trascendente.

Como vehículo de la ideología de los caballeros —una clase social amenazada por el decurso histórico— la literatura artúrica estilizó su moral e idealizó una visión romántica de la sociedad caballeresca y cortés. Construyó un brillante mundo de ficción, que fue acogido con un sorprendente éxito en toda la Europa medieval y perduró como un mágico y misterioso ámbito romántico durante siglos.



Carlos García Gual. Historia del Rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda, capítulo primero, 'La invención de Arturo, fabuloso monarca’, fragmento (Alianza Editorial 1983)


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15 de julio de 2012

4 de julio de 2012

La pulpa no es la hembra del pavo

(Panorama indeciso del otro lado del río Pedras)

No queda más silencio
que el que manan las estrellas,
predicen las mareas
plenilunios de tormento,
por mi pulpa, por mi pulpa.

Alejan los idiomas
poco más que las palabras
flotando con las algas
y las letras de la sopa,
por mi pulpa, mi gran pulpa.

Lagartos, lagartijas
enzarzados en la acequia,
los humos de la guerra
se ensortijan en la brisa,
por tu pulpa, por tu pulpa.

Fermentan infectados
organismos en la masa,
hormigas en la playa,
cementerios del verano,
por tu pulpa, tu gran pulpa.

De hielo precipicios
asomados a las sombras,
los mohos de la mofa
desafilan los cuchillos,
por mi pulpa, por tu pulpa.

Aíslame con besos
de tu rabia y de mi saña,
lacérame en tu jaula
a la luna del silencio,
mi gran pulpa, tu gran pulpa.

egm. 2012

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