20 de julio de 2012

Carlos García Gual

De don Artús de Bretaña

Cuenta Caxton en su prólogo a Le Morte D'Arthur que hay nueve grandes héroes, los mejores de todos los tiempos, que merecen ser por siempre recordados. Tres son paganos: Héctor de Troya, Alejandro el Grande, y Julio César. Tres son judíos: Josué, David, y Judas Macabeo. Tres son cristianos: Arturo, Carlomagno, y Godofredo de Bouillon. En ese excelente prefacio a la vasta compilación de las novelas de Sir Thomas Malory —que desde su editio princeps antecede a la larga versión en prosa inglesa de las aventuras y maravillas artúricas— afirma que es el rey Arturo el primero y más valioso e importante de los tres mejores reyes de la Cristiandad, así como el más renombrado y digno de recordación, especialmente entre los ingleses, sus compatriotas.

Ese tema de los nueve paladines heroicos era, como Caxton mismo dice, un tópico bien divulgado desde mucho tiempo antes entre los doctos. La mejor ilustración plástica del mismo la constituye su representación en el grupo de esculturas de la Fuente Hermosa de Nuremberg. Construida entre 1385 y 1392, es decir, un siglo antes de la edición de Malory por Caxton (1485), este espléndido monumento del gótico tardío nos ofrece unas imágenes de los nueve héroes universales, alternando con las figuras de los siete príncipes alemanes, y los profetas y los evangelistas, como un testimonio brillante de su gloria y ejemplaridad. En la amplia plaza del mercado de esta antigua e imperial ciudad alemana puede verse aún la estatua del buen rey Arturo, espejo de príncipes cristianos. Con su barba recortada y bífida, con su noble y ensimismada expresión, esta imagen de Arturo es una de las más atractivas del fabuloso y trágico monarca de Bretaña, estilizada a la moda del otoño medieval.

La más antigua representación de Arturo se encuentra en una famosa arquivolta de la “Porta della Pescheria” en la Catedral de Módena, en el norte de Italia. En el espacio semicircular de la arquivolta se halla representada una escena que podría estar sacada de cualquier relato artúrico, porque evoca un episodio épico: seis caballeros —tres a cada lado— asedian un castillo defendido por tres guerreros que tienen prisionera a una dama. Los personajes tienen grabados sus nombres al lado y así se les identifica bien. La dama es Winlogee (una forma del nombre bretón de Ginebra); los defensores del castillo, Burmaltus, Carrado y Marrok (Durmart, Caradoc, y Mardoc); los atacantes, Artus de Bretania, Isdernus, Galvaginus, Galvariun, Che, y otro más sin nombre. Junto a Arturo están ya algunos de sus más famosos camaradas de aventuras: Ider, Galván, Ganelón y Cay. La escena grabada alude a un episodio que podemos interpretar fácilmente: los caballeros acaudillados por Artur acuden a rescatar a la reina, raptada por el felón señor del castillo. Pero esta escena esculpida, con los nombres latinos de sus figurantes, tiene un especial interés por su fecha temprana: entre 1100 y 1120, unos cincuenta años antes que la primera novela artúrica que hayamos conservado. Seguramente fue un conteor bretón que viajaba con la tropa del Duque de Normandía en la Primera Cruzada el que aportó su relato para que un cantero italiano lo recordara en la piedra de la Catedral, donde quedó como muestra perenne de la temprana difusión de la “materia de Bretaña”.

Contrastemos por un momento las dos imágenes: la del Arturo de este relieve románico y la de Arturo como el mejor rey de la Cristiandad —codeándose con Carlomagno y con el conquistador de Jerusalén—, imágenes que distan largo trecho en el tiempo y su recepción histórica. Entre la una y la otra discurre el caudaloso río de las leyendas artúricas, una fabulosa literatura de ficción que ha convertido su figura en el centro de un universo mítico de universal resonancia, de extraña y perdurable fascinación.

Por obra y gracia de esa literatura Arturo de Bretaña se aparece como el más prestigioso monarca medieval, rodeado de una fastuosa corte de caballeros, los paladines de la Tabla Redonda, los defensores del orden y la cortesía en un mundo enigmático, en los limites de la realidad y la magia. (…) El espejismo del mundo artúrico encandiló a una gran parte de la Europa medieval, porque el mítico Arturo es mucho más que un héroe nacional británico. Muchos contribuyeron a la difusión de las leyendas de Arturo y con muchas hebras se tejió la trama de su historia novelesca. Los conteors bretones difundieron y tradujeron los episodios fantásticos, los “cuentos de aventuras” en los que se expresaba la fantasía y la degradada mitología céltica, una literatura épica oral de extrañas y antiguas raíces. Los novelistas franceses recogieron esas narraciones y las pusieron en verso y las escribieron en la pauta cortés y romántica de la época. La propaganda con la que los reyes normandos de Inglaterra, los Plantagenet establecidos tras la conquista a mediados del siglo XI, quisieron glorificar su pasado para competir en prestigio con otros soberanos europeos, apoyó decididamente la entronización de Arturo como el magnífico rey de un tiempo pasado de perdurable esplendor. Algunos grandes poetas alemanes tradujeron y reinterpretaron, ahondando en sus simbolismos, los relatos de los novelistas franceses. También se tradujeron pronto al galés esos textos novelescos, cruzándose con ecos de otros relatos perdidos, con remotos cuentos familiares de Irlanda y Gales. De los juglares las historias pasaron a los novelistas cortesanos, y luego algunos sagaces clérigos retocaron las novelas para infundirles un sentido más espiritual y trascendente.

Como vehículo de la ideología de los caballeros —una clase social amenazada por el decurso histórico— la literatura artúrica estilizó su moral e idealizó una visión romántica de la sociedad caballeresca y cortés. Construyó un brillante mundo de ficción, que fue acogido con un sorprendente éxito en toda la Europa medieval y perduró como un mágico y misterioso ámbito romántico durante siglos.



Carlos García Gual. Historia del Rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda, capítulo primero, 'La invención de Arturo, fabuloso monarca’, fragmento (Alianza Editorial 1983)


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