En aquellos lejanos tiempos del feudalismo, allá por el siglo XIII o el XIV, vivía un conde llamado don Froyaz o Froilán, que habitaba un imponente castillo. Relativamente joven, se mantenía soltero. Era muy aficionado a la caza y solía recorrer a caballo sus extensas posesiones, dedicado a su distracción favorita, acompañado a veces por sus amigos vecinos, o bien por algunos de sus escuderos.
Una mañana que caminaba por el declive de un monte cercano al mar, atisbó junto a unas peñas de la playa el cuerpo de una mujer que parecía dormida; estaba desnuda pero no se veían bien sus piernas a causa de unas piedras que las ocultaban.
Lleno de curiosidad, fue acercándose silenciosamente; pero, al pisar las arenas, su caballo piafó y al ruido que produjo se despertó la dama, que, al parecer, era una hermosa sirena, y se dispuso a zambullirse en el agua. Pero fue tarde: tres escuderos que acompañaban a don Froilán rápidamente la habían rodeado, impidiéndole la huida.
Uno de los escuderos se despojó de su tabardo, con el cual cubrió a la sirena; esta fue colocada sobre un caballo y conducida al castillo de don Froilán, que, prendado por la hermosura de aquella mujer, sintió estremecerse su carne varonil con una emoción y una inquietud que jamás había experimentado ante mujer alguna. Y quiso casarse con ella.
Una vez instalada en su castillo, vestida como cumplía y atendida por varias doncellas, don Froilán la hizo bautizar; y como había surgido del mar y en el mar la había hallado, consideró que ningún nombre le convenía mejor que el de “Mariña”; y Mariña fue su patronímico.
Pero doña Mariña era muda. No sabía hablar y, a pesar de los intentos de don Froilán para enseñarle a pronunciar algunas palabras, ella, por mucho que se esforzaba en decir las frases más simples, no lo conseguía, lo cual tenía entristecido al conde. Y más cuando al cabo de algún tiempo nació su hijo primogénito y vio como la madre le acariciaba con amor y le besaba con ternura, pero no le dirigía ninguna de las palabras cariñosas con que las madres suelen hablar a sus hijos; sus expresiones consistían solamente en gestos, que algunas veces terminaban en lágrimas al no poder decir con la voz toda la ternura que sentía por él.
Llegó la víspera de San Juan y, como siempre en tal día, al llegar la noche se celebró en el patio del castillo la fiesta y se encendió la hoguera tradicional. Don Froilán gustaba de ver holgarse a sus servidores y, para solazarse con las gentes de su casa, se presentó allí. Doña Mariña, que nunca había presenciado tal espectáculo, acudió también, llevando en sus brazos al hijo de sus entrañas.
Entonces, con rápido movimiento, don Froilán arrebató al niño de los brazos de su madre y, aproximándose a la hoguera, hizo ademán de arrojarlo a las llamas. Despavorida, doña Mariña se puso en pie y profirió un grito, un grito de espanto y clamó: «¡Fillo!…» Y con el terror que la sobrecogió hizo tal esfuerzo, que arrojó de la boca un pedazo de carne; pero habló, Y desde entonces habló normalmente.
Y todos lloraban en aquel momento, de emoción y de alegría, y la fiesta prosiguió con mayor alborozo aún.
Y en recuerdo del hecho y por haber acontecido en aquella fecha, al niño le nombraron Juan.
Leandro Carré Alvarellos. Las leyendas tradicionales gallegas, editorial Espasa Calpe, Madrid 1977
25 de julio de 2012
Leandro Carré Alvarellos
La leyenda de los Mariños
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