13 de marzo de 2023

Trezenzonio

Sobre la isla grande de Solistición 
Traducción del latín de J. Varela Rodríguez


He reunido con brevedad y precisión unas pocas notas de entre muchas acerca de una gran isla, la de Solistición, entregando así al recuerdo en forma de resumen, desde la luz de un cálamo florido, tanto la abundancia de su tierra y la amenidad de su paradisíaco perfume como la pureza de la estancia en ella. Pues si hubiera decidido contar con confianza cada una de las cosas tal como son de verdad, antes me lo impediría la brevedad del tiempo que la amplitud de la materia; de ahí que vaya a describir resumidamente en el libro de Euquerio las circunstancias de mi fortuna y la situación de aquella isla.

Al haber sido devastadas casi todas las ciudades de Galicia hasta sus cimientos por los infieles ismaelitas y haber sido convertidas durante muchos años en cubil de fieras, yo, Trezenzonio, llevado por las circunstancias de la fortuna, entré solo en las soledades de Galicia. Tras andar largo tiempo por las distintas partes de aquel lugar con rumbos diversos, sin poder encontrar a nadie porque ni quedaban vestigios, llegué vagando a Farum Brecantium. Adiviné desde lejos su alta cima, y, admirándome con sumo estupor de qué podía ser aquello, me fui acercando cada vez más y me di cuenta de lo que era.

Subo a su parte más alta, en la que había un espejo de enorme tamaño y enorme resplandor. Por la mañana, con los primeros rayos del sol, un esplendor de luz le daba visión de todo lo que había en el mar. Así, con el reflejo de la luz, mirando más lejos de lo ordinario, atisbé entre las más lejanas olas del mar por dos y tres veces una isla espaciosa, y, mientras bajaba del faro, empecé a considerar conmigo mismo cómo llegar a aquella isla.

Alrededor de la hora de prima subí a un barco que había construido con gran trabajo y durante gran cantidad de días, sin comer nada excepto hierbas silvestres y carne que cazaba, después de postrarme solo en oración rezando a Dios de esta manera: «Señor, apaciéntame y protégeme, porque me encomiendo a tu confianza y me pongo bajo el poder de tu voluntad. Rey de reyes y creador de toda la criatura, que extendiste la mano al apóstol Pedro cuando se hundía en el mar, extiéndeme a mí, pecador, el auxilio de tu diestra, y condúceme sin miedo inhibidor ni peligro a la isla que te dignaste revelarme».

Navegando con viento favorable, llegué sano y salvo, alrededor de la hora séptima, a la desembocadura del río Bervecaria, que conducía a la isla. Luego subí al campo, sin poder ver el término del sendero. Tras ocho días de camino, encontré el final, y hallé una basílica de admirable tamaño y admirable estructura. Era su altura de cincuenta y un codos, su largo de sesenta y uno y su perímetro de trescientos estadios; tenía ocho ábsides, cuatro pórticos y diez sagrarios, entre los cuales había cuatro tesoros llenos de toda cantidad de bienes, como códices y objetos sagrados para la celebración de la liturgia. Los pavimentos de la basílica eran una mezcla de piedras de cristal y esmeraldas, piedras preciosas y carbúnculos. En el centro de la iglesia había un altar de mármol, y a su alrededor unos basamentos de oro y un pavimento de vidrio purísimo. Las ropas del altar, tejidas con oro, resplandecían con la luz del sol. Sobre el altar de santa Tecla, que allí descansaba, había un epitafio que atestiguaba que la basílica fue construida bajo su advocación. Del lado derecho había una tumba construida de una piedra preciosa, pero desconocida, y en su cabecera había una lápida de mármol que rezaba así: «Aquí descansa Cirilo y su discípulo Flavio».

Permanecí solo en aquella isla, alimentándome de la carne de aves diversas y de ovejas, y de miel de abejas, cuyo número en modo alguno podía contarse. Innumerables eran los aromas de las plantas y los frutos. La estancia es excelente allí, donde no es excesivo el calor del verano ni es riguroso el invierno; antes bien, hay continuamente una temperatura primaveral. Tampoco la noche es demasiado oscura, sino que hay una clara iluminación de estrellas que brillan continuamente. En cambio, por todas partes en derredor, dentro y fuera, cubre la isla un manto de niebla tal que ninguna mirada es capaz de penetrarla sino solo por consentimiento de una revelación divina.

Durante los siete años que permanecí allí no turbó mi alma ningún mal pensamiento, ni tristeza, ni aflicción, ni hambre, ni peligro, ni pensamiento impuro: me lo impidieron siempre la saciedad, el gozo y la alegría. El sueño estaba apartado de mí, a no ser lo poco que requiere la fragilidad de la naturaleza humana.

Las diversas maravillas de aquel lugar que vi en los distintos parajes no alcanzo a admirarlas bastante. Vi, en efecto, coros de ángeles que día y noche salmodiaban a una voz; y cada año por la fiesta de santa Tecla veía algo admirable: coros de seres celestiales que salmodiaban la noche entera. Pero, ¿qué aprovecharía contar una por una todas las maravillas que vi? Su belleza y encanto son inenarrables. Por la mañana, al rayar la aurora, los ángeles al marcharse dejaban pan y vino sobre el altar, y cuando comía y bebía, mi alma quedaba tan ahíta del sabor de todas aquellas delicias que, durante varios meses, viví plenamente saciado sin ningún otro alimento.

En el interior había una columna de mármol con una inscripción con la advocación de la basílica, de santa Tecla; el nombre de la gran isla, que era Solistición, y el nombre del río, que era Bervecaria.

Terminado el curso de siete años, oí para mi pesar, según recuerdo, una y dos veces una advertencia de los ángeles de que saliera de la isla paradisíaca y no permaneciera más tiempo allí. ¿Qué más? Tras negarme en vano, por orden del Señor, fui herido de forma insoportable por una variedad de lepra de la cabeza a los pies y por la ceguera de los ojos; advertido de nuevo por tercera vez, recé a Dios y me restituyó la salud. Después de serme mostrada una barquilla en la playa, embarco lleno de temor, y, con la mano del Señor al timón, llegué a los márgenes de un río no demasiado grande. La carne de ovejas y el pescado que había traído conmigo, al tocar tierra, se convirtieron en una podredumbre apestosa.

Caminando desde allí hacia oriente por la ribera del mar a lo largo de cerca de cincuenta millas llegué al faro, ya en parte destruido; y encontré la ciudad de Cesarea ya casi en ruinas, y Galicia, que había dejado despoblada, poblada pero con pocos habitantes. Llego a Tuy por causa de Adelfio, obispo de aquella ciudad, que, desde mis primeros años, me había educado con liberalidad, como un padre a su hijo.



Joel Varela Rodríguez. Trezenzonio, revisitado. Noticias históricas de su culto, estudio, edición y traducción del relato de Solistitionis insula magna (pdf) (csic.es)



☛ PyoZ ☚