Su tiempo se perdió
en ese mismo paseo que tantas
veces recorro descubriendo
los desiguales matices del mar,
el ritmo de las nubes,
el brumoso perfil de las azules
montañas de entre rías.
Seguro que miraba distraída
las titilantes luces de la costa
y el rojo destello del faro
mientras seguía oyendo
la ruidosa música de la fiesta
que acababa de abandonar;
allí, junto a la playa
en la que jugábamos y nadábamos
los niños, quizá allí,
frente a la vieja discoteca en ruinas
de tantos jóvenes excesos,
allí, o a unos metros,
marcada del azar,
fue donde su futuro se perdió.
Saber dónde había sido arrojado
su cadáver, después de año y medio
de ausencia, resultó
una horrible segunda muerte,
un cruel segundo vórtice de horror emocional.
egm. 2018
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