24 de febrero de 2016

William Bronk

La sonrisa en el rostro de un kuros

Este joven, por supuesto, estaba muerto, sea lo que eso
signifique. Y dignamente muerto. Creo que debemos sentir
que fue dignamente muerto. Caído en la batalla, tal vez,
y esta piedra esculpida lo recuerda
no como pudo haber sido, sino como si definiera
la virtud desnuda que la piedra describe como suya.
Un pie adelantado, la mirada al frente, los brazos
que descienden por la estrecha cintura hasta las manos
colgando en ingrávida plenitud junto a los fuertes flancos.
El joven estaba muerto, y la piedra sonríe en su muerte
iluminándole los labios con el placer de algo logrado:
un fin. Alcanzar un fin. Alcanzar la muerte
como un fin. Y alcanzar, llegando allí intacto, en pleno
valor de su fuerza y virtud, el premio del que
sus vacías manos están llenas. Nada ha perdido,
salvo el hogar, y sonríe ante el fin logrado.

En su muerte, de la que nada hasta ahora —o nunca— se sabe,
permite que a solas pensemos lo que queramos de ella,
y acepta nuestra elección, moldeando la vida en la muerte.
¿Queremos un fin? Él nos lo da; y toma lo que le damos
y se lo queda; y tiene, de este modo, en la misma vida,
un cierto tesoro en la atractiva forma
lograda y dejada en la muerte para permanecer y ser
para siempre hermoso y entero, como si
desear demasiado la forma perfecta e intacta
fuera igual que desear la muerte, que elegir la muerte
para un fin. Hay otros modos; conocemos el modo
de hacer otra elección para la muerte: deforme
o destrozado, menos que entero, confuso, vivimos
en un mundo amorfo. Interminable, no esperamos ningún fin.
Yo te digo, muerte, que no esperes ninguna sonrisa de orgullo
de mi parte. No te doy nada de mis manos vacías.



William Bronk. The Smile on the Face of a Kouros (english.illinois.edu)
Trad. E. Gutiérrez Miranda 2016


                    ∼

The Smile on the Face of a Kouros

This boy, of course, was dead, whatever that
might mean. And nobly dead. I think we should feel
he was nobly dead. He fell in battle, perhaps,
and this carved stone remembers him
not as he may have looked, but as if to define
the naked virtue the stone describes as his.
One foot is forward, the eyes look out, the arms
drop downward past the narrow waist to hands
hanging in burdenless fullness by the heavy flanks.
The boy was dead, and the stone smiles in his death
lightening the lips with the pleasure of something achieved:
an end. To come to an end. To come to death
as an end. And coming, bring there intact, the full
weight of his strength and virtue, the prize with which
his empty hands are full. None of it lost,
safe home, and smile at the end achieved.
Now death, of which nothing as yet - or ever - is known,
leaves us alone to think as we want of it,
and accepts our choice, shaping the life to the death.
Do we want an end? It gives us; and takes what we give
and keeps it; and has, this way, in life itself,
a kind of treasure house of comely form
achieved and left with death to stay and be
forever beautiful and whole, as if
to want too much the perfect, unbroken form
were the same as wanting death, as choosing death
for an end. There are other ways; we know the way
to make the other choice for death: unformed
or broken, less than whole, puzzled, we live
in a formless world. Endless, we hope for no end.
I tell you death, expect no smile of pride
from me. I bring you nothing in my empty hands.


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