9 de abril de 2013

Juan Eduardo Cirlot

El ocaso de un señor de la guerra. Bronwyn

Solo novecientos años nos separan del momento en que Guillermo el Conquistador, el normando, se adueñó de Inglaterra y dio comienzo así a la historia actual de este pueblo. El siglo XI es fácil de reconstruir, arqueológicamente, pues, aparte de muchos hallazgos de armas y armaduras (yelmos, escudos triangulares oblongos y cotas de malla, jamás placas defensivas adosadas al cuerpo), existe el famoso tapiz de Bayeux, al punto de que, en un libro sobre este tejido artístico, Erie MacLagan puede afirmar: “The Tapestry is our best authority for the arms and armour of period.” Si el siglo XI pudo ser ignorado en muchas películas, teniendo este verdadero “film” de la época con cientos de figuras, no lo ha sido en “El señor de la guerra”, donde la fidelidad es casi absoluta, igual en la ambientación y arquitectura que en esos elementos de vestuario. Dirigida por Franklin Schaffner, el técnico en esas materias ha sido Vittorio Niño Novarese.

Novecientos años… solo resonaban entonces melodías gregorianas y cantos populares. (Estoy oyendo en estos momentos “Die glückliche Hand”, de Schoenberg, verdadero paraíso-infierno de la discordancia más feroz y armoniosa, ultracivilizada y, a la vez, como anhelante de retroactividad.) ¿Por qué la arqueología? “El progreso es el castigo de Dios”, dijo William Blake. ¿No estamos perdiendo mucho? Es inútil proseguir, ni es posible retroceder, aunque el anhelo regresivo tenga sus raíces más hondas en el interior de nuestro interior. Y un día esparza sus luces terribles. Bronwyn. En “El señor de la guerra” se asiste a un ocaso (“Also begann Zarathustra’s Untergang”, decía Nietzsche). Un hombre que ha guerreado veinte años, un normando, señor feudal dependiente del duque de Brabante, llega a unas tierras extrañas que los piratas frisios atacan periódicamente. Tiene una gran torre para proteger a sus vasallos célticos que entregan la novia al señor en la noche de bodas. (Cuando llega al lugar, él se horroriza; y a la vez “teme” el lugar. Y no se equivoca. Parece como si ese hombre de guerra, vestido de hierro, hubiera leído “El origen musical de los animales-símbolos”, de Marius Schneider —1946—, donde se explica el pantano como “lugar” específico de la descomposición anímica del que luego solo se puede salir por el “muro del sufrimiento”.) Entonces ve a Rosemary Forsyth, la protagonista —la ve, desnuda, salir de un lago y va a casarse—. Es Bronwyn. La exige, la tiene y la retiene. Le da el anillo de su padre a una sierva, a una porquera. Y ha de matar a su hermano que se opone. Se le subleva el pueblo. Muere el héroe finalmente tras perder a la que tanto le costó.

Bronwyn, ¿valía la pena? Pierde por ella el favor de su señor, su honor, sus armas, el sentido de su vida y, por fortuna, también su vida. Valía la pena, porque él estaba ya en el momento de su ocaso. Estaba “maduro para la muerte” (de nuevo Nietzsche). Bronwyn, ¡qué belleza dorada!, extraña, hecha de altanería meramente humana no social, hecha de erotismo (un rostro, unos ojos, una boca… como él dice. —En un poema escandinavo de ese mismo tiempo se habla de una doncella cuyos brazos “dan luz al aire y al mar”— así es Bronwyn).

Es sabido el incremento del poder femenino en el mundo. Como instrumento erótico; también como ser pensante que se opone al hombre, sabe substituirlo y es capaz de destruirlo si es preciso. (Se han escrito muchos libros sobre el nazismo, en ninguno se explica el papel de la mujer alemana, de la mujer nórdica en el proceso.) Antes, el hombre tenía la guerra para escapar a la mujer. ¿Qué tiene ahora: el trabajo organizado en productividad, es decir, en técnica mecanizada de la alienación mental? Decía antes que estaba oyendo “Die glückliche Hand” (La mano feliz), de Schoenberg. En el libro de H. H. Stckenschmidt sobre este músico, se dice que “un elemento erótico domina igualmente esta obra: la “mujer” apasionadamente amada por el “hombre” está unida a un tercero, el “señor”. (No se trata aquí de un “señor de la guerra”, sino de un “señor de la paz”: talonario, coches, pisos…) Se comprende, es decir, comprendo el infierno coral de “Die glückliche”. Y entiendo que el problema de “El señor de la guerra”, transposición en cine del título de la novela en que se basa, “The Lovers”, más exacto, más verdadero (de Leslie Stevens), es contemporáneo, actual, mejor que del siglo XI. Bronwyn es ahora la dueña del campo. No es una aparición salvadora ni la “mensajera del más allá”, como era aún en el siglo XIX y en Wagner. Acaso me equivoque, después de todo el hombre del año 1000 era solo un “hombre”, como el de “Die glückliche”, incluso aunque, a la vez, fuera el “señor” (con torre, mallas, lanzas, hombres de armas, halcones, fuegos y una gran herencia imaginaria y real de honor y de vigor caballerescos). Posiblemente ese hombre era tan débil ante Bronwyn como lo somos nosotros. Un trovador escondido bajo el traje de hierro, un “soldado Woyzeck”, de Büchner, bajo el aspecto de un terrible impositor de fuerza.

Pues Bronwyn es Eva rediviva. Y el fruto que ofrece no se puede rechazar precisamente porque lleva en línea recta al ocaso, a la expulsión del propio paraíso, aunque sea éste un paraíso pobre, de torre normanda entre tierras pantanosas, con súbditos como animales acobardados que esperan la fecundidad de sus mujeres del acto mágico —y ¡tan breve!— de la noche de la cesión. Bronwyn es Isis, la de los mil aspectos, cuyo carácter proteico le permitió infiltrarse en el Imperio romano, más celoso de sus dioses de lo que dice la historia al uso, y que permitió a la egipcia asimilarse a la Magna Mater, a Juno, Venus, Diana y a todos los aspectos femeninos del Cielo. Bronwyn es “la Sol”, mientras el hombre es “el luna” (“Die Sonne, Der Mond”), esa inversión de poderes que nos viene, con doble sentido, no sé si de Brabante, pero sí —más allá de Alemania— de Suecia y de Estados Unidos, aunque no necesita lanza (ni pistola ametralladora) la “mensajera” para hacer que el “señor” se humille, mate, ceda y cambie su primogenitura por un plato, no de lentejas, pero sí de flores vivas. ¿Quién es Rosemary Forsyth? No la hemos visto nunca, fuera de ese pantano de Brabante, vestida con un burdo lienzo blanco sucio, pero taladrando el horizonte con una llamarada terrible, la del Signo.



Juan Eduardo Cirlot. Artículo publicado en La Vanguardia Española, página 19, el sábado, 18 de febrero de 1967


☛ PyoZ ☚