11 de abril de 2013

Carlos García Gual

Una investigación. ¿Quién mató a Layo?

Me parece que esa pregunta básica es un buen punto de partida para subrayar la originalidad de la intriga dramática en la pieza de Sófocles: hay un cadáver que reclama venganza. Un asesinato no resuelto, ya lejano en el tiempo, exige una urgente investigación criminal. Se debe reabrir el caso de Layo. Y encontrar y castigar al asesino, no ya para que el muerto repose de una vez en su tumba, sino porque los miasmas del delito infectan la ciudad. Son los dioses ahora los que, enviando la peste, avisan de esa urgencia. Y es el propio gobernante quien decide encargarse del asunto, puesto que este concierne a la ciudad. El tyrannos escucha el clamor del pueblo y toma en sus manos, decidido a llegar hasta el fondo, la investigación, la salvaguardia de la polis.

Es el principio de cualquier novela policíaca: en primer plano, un asesinato sin sentido y un criminal desconocido. Pero, como se ha dicho, la trama policíaca se sitúa aquí en un plano muy elevado, pues no se trata del cadáver de uno cualquiera, sino que el muerto era el anterior rey de la ciudad. El asesinato es antiguo, pero es ahora, en circunstancias que exigen la investigación, cuando el nuevo monarca, su sucesor, se impone la tarea de buscar y castigar por fin al matador de Layo. Y se pone a ello con un interés extraordinario: «Como si se tratara del de mi propio padre» afirma Edipo. El asunto tiene un claro matiz político, pero también se revela, en esas palabras del sabio Edipo, como un empeño muy personal, en el que los espectadores atenienses, que ya saben quién fue el asesino, y quién el padre de Edipo, captan una trágica ironía. Al dar con el culpable vengará justamente a Layo y así apaciguará la ira de los dioses, que han enviado la peste como castigo a la ciudad por su negligencia al respecto. El caso se cerró entonces, hace muchos años, sin una investigación a fondo y las noticias que trajo el único superviviente de la emboscada en que murió Layo fueron confusas. Pero la ciudad se encontraba agobiada por una feroz y angustiosa amenaza: la Esfinge destruía a sus jóvenes guerreros uno tras otro. Hasta que apareció felizmente el héroe salvador, ese extranjero, Edipo, que es quien ahora ocupa el trono y está casado con la que fue esposa del difunto Layo. Tal vez nadie echara de menos a ese rey violento.

La peste se interpretaba como un castigo divino según la antigua tradición mítica. Ya en el canto I de la Ilíada el dios Apolo, irritado, envía con sus flechas la peste mortífera que diezma a los aqueos, para castigar el ultraje de Agamenón a su sacerdote Crises, y desaparece cuando la ira del dios es aplacada y la afrenta al sacerdote reparada. Ahora los tebanos, al tiempo que entierran a sus muertos, hacen constantes sacrificios a los dioses y acuden en masa a los altares con ramos implorando su socorro. Y, de nuevo, espera la intervención salvífica de Edipo, su sabio y justo rey. Un crimen sin resolver deja en el aire una mancha, un miasma o un agos, según los términos griegos, que debe borrarse mediante el justo castigo para así purificar de nuevo a la ciudad. También aquí Apolo, el dios de la purificación, está presente con su estatua en escena.

Por otra parte, hay que reconocer que los dioses avisan tarde. El crimen sucedió hace casi veinte años, cuando Edipo aún no había llegado a Tebas. Este es un aspecto en el que, frente a la versión homérica, Sófocles innova estupendamente. La trama escénica muestra la maestría del dramaturgo en su juego con el tiempo. Desde que Layo murió han pasado muchas cosas: Edipo se ha casado con Yocasta, ha tenido cuatro hijos y ha gobernado feliz y sabio en Tebas. Ahora la peste invita a resucitar el pasado y en breves horas todo se aclarará. De la pregunta «¿Quién mató a Layo?» Edipo pasará a otra, tal vez más angustiosa: «¿Pero quién soy yo?». Y al fin él, en muy breve plazo, descubrirá simultáneamente la identidad del asesino y la suya propia. La intriga es, en efecto, complicada: no solo hay que descubrir quién es el asesino, sino a la vez quien es el detective, que resultará ser, a la vez, el juez y el verdugo del enigmático caso. No hay un ejemplo más patético de la tremenda aventura que puede ser el conocerse a sí mismo. Cumple Edipo, para su desdicha, el consejo de los sabios recogido en el atrio del santuario de Delfos: Gnothi seautón, «Conócete a ti mismo».



Carlos García Gual, Enigmático Edipo. Mito y tragedia (fragmento)


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