El asno enderezado y matutino
se adentra en los misterios de la diosa:
de pan de trigo cuentas
componen los collares que lo adornan,
respira el tiempo mítico que ahora
de una grieta en la Duat emana súbito,
el asno, tras las rosas,
remuerde los juncales del futuro,
azorado —salitroso— y desnudo
el héroe enseña a la ninfa, en la playa,
la estética del humo:
saqueos y naufragios, quiromancias,
calmas y anémonas de la mañana,
comían del pesebre inverosímil
los asnos de tez ártica,
al norte verdadero, donde Piscis
descubre eternamente los bikinis
y Afrodita aún inventa un nuevo juego,
germina más difícil
el ergot, el purpúreo cornezuelo,
difluyen tres senderos en el tiempo:
la vía que en la vida transitamos,
la ruta de los muertos
y el lúcido camino alucinado,
erigirás altar al primer lapso
del periplo del Ka en el inframundo:
vendrá con vuestros años
la hora del poder de los minutos,
no cantan más canción que la que supo
el nauta las sirenas en el piélago,
surgió de lo profundo
Hécate fustigando fieros perros,
arisca oscuridad desvela el velo
cuando el incauto sabio se le acerca,
la claridad es légamo:
cieno turbio en el cénit de la ciencia,
sodomiza y decapita el profeta
—sin rituales— a la sacerdotisa,
sosiega así la etérea
y rápida corriente del Estigia,
o bien, en nombre de la disciplina,
se pregunta, a la sombra de los siglos,
qué arcanos pretendía
de todo lo que ha visto y confundido,
será el asno sacrificado a Príapo,
recto guardián de los fecundos huertos,
el lago del olvido
no ahoga los tormentos del recuerdo,
el asno rebrincando en los senderos
se contrae en sagrados frenesíes,
esgrime ya Odiseo
—esperen la venganza y el desquite—
el arma decisiva, enhiesta y firme:
la calma, que impacienta a los audaces,
el arma inaprensible:
la calma, que confunde a los sagaces,
rubros huesos escarnados, cadáveres
de cuervos en la roca sin retorno,
rebuzna sus verdades
el sabio: silogismos y sollozos,
en la última hora llega al trono
el asno en la necrópolis de Anubis,
la nave surca el Orco:
saber lo que no sabes es ya inútil,
en Menfis se transmuta un mapamundi
que rae la raíz de los enigmas:
chacales roen, fútil,
el árbol de la jerga jeroglífica,
ambiguo Apolo en Delfos profetiza
de rancias metafísicas solemnes:
el hado traza líneas
hacia el nunca que no llegará a siempre,
Odiseo: —con calma— ya el ariete
enfrentas a la puerta del abismo,
asoman tras sus sienes
de bestia las orejas del rey frigio,
erecto, como un asno en celo cíclico,
acudes a la gruta de la harpía,
golpeas tu delirio,
sacudes la avidez y la inpudicia,
no cantan más canción que la sabida
las pálidas sirenas del islote:
el mástil se desquicia
al eco de sus liras y sus voces,
allende el caliginoso horizonte,
debajo de los rudos rododendros,
las moscas zumban torpes,
reconozcamos pues —reconocemos—
a Ulises que huye al sabio en el sendero,
reconocemos pues —reconozcamos—
su fácil y hábil verbo,
sus trápalas, sus fjuegos de vocablos,
la calma mayestática del asno
—pegadas a su rabo moscas zumban,
intelectualizando—
que al héroe del salitre transfigura,
y al sabio, alucinante, que rebuzna
al asno, el cual concluye los caminos;
las moscas lo denuncian
unánimes: ¡Salvad a los pollinos!
Esto… que digo yo que…Odiseo, el héroe, el mito, aunque no dios sino hombre, simboliza el sendero de la vida, el trayecto vital humano. El asno, por su asociación con los misterios eleusinos y otros ritos antiguos relacionados con la muerte, representa la ruta que el espíritu del muerto recorre en el otro mundo o inframundo. El sabio, que podría ser el loco, el mago o incluso el tonto, encarna el camino intermedio, el de la alucinación.Tres senderos difluyen en el tiempo humano.El primero es el de la vida real, que conocemos; el segundo, el de la muerte, de la que solo podemos suponer cómo es, si es que existe algo como un más allá; el tercer sendero es el de la mente alucinada, que ve lo que la mente racional no alcanza a ver.De la vida después de la muerte lo que sabemos es lo que nos cuentan las religiones, las leyendas, narraciones y cuentos, y los guionistas de cine: todo fantasías.La vida real es la que vivimos, o creemos vivir; lo que vemos o creemos ver en un estado mental racional, no alterado por desórdenes de la mente o substancias alucinatorias.El camino alucinado mezcla a veces elementos de lo real y de lo imaginario, o de lo que creemos real con lo que recordamos, o hemos soñado o imaginado, quizá no tan irreal como la propia realidad.El sabio, o el loco, el mago o incluso el tonto, han creído imaginar que, alucinados, soñaban esta irrealidad.
egm. 2022
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