26 de mayo de 2020

Gravedad



Ese era yo, arrodillado en la estela
de un dios displicente, con su flamígero
yelmo de cresta roja —el toronjil

me incendiaba—, que se vuelve hacia mí
de lejos, oh crátera, oh vino aguado,
como a un dios, a mí también me complace

quizá una ofrenda bajo los olivos
—intransitados los arduos senderos—,
la joven delgada ninfa en la caja

del supermercado: apenas luciérnagas,
en sus ojos me miro —verde contra
glauco— como en un lacustre espejo

de borrosa y cansada fluorescencia,
sabes que yo no soy del todo un dios
pero creo cosmos y excavo abismos

muy poco profundos, muy evidentes,
sacro, ese dolor podría licuarse
en savia, oh dama de la capucha,

mientras, sigilosa, la juventud
se escabulle —se esquiva— entre los lóbregos
pasillos del laberinto del tiempo,

y en algún lugar existen un niño
y un afable esposo al que quiso tanto
pero del que aún sigue enamorada,

cada vez que nos amamos el grave
dios de la guerra es quien muy gravemente
nos muestra la gravedad del amor,

y llegamos en silencio hasta aquí
como las olas de noche a la playa,
dejando atrás tal vez algún naufragio,

quiero que veas, cada vez que creas
que crees verme, que estás viendo solo
el confuso contorno de mi espectro,

ese era yo: el hombre crea al dios
y por tanto se cree dios él mismo,
mas —laberinto— en el flujo del tiempo

se disuelve, dama de la capucha,
sabes lo que significan mis mansos
ojos mirándote en la fluorescencia

de la tarde a la hora de cerrar:
licuaré tu dolor en sangre y savia,
aunque sea demasiado pedirle

a cualquier intruso que habite bajo
el extraño clima de un cuerpo ajeno,
dejarás tu mercedes blanco al lado

de los olivos, donde siempre hay sitio,
mientras el dios se transmuta en impulso,
y dirás al llegar a casa que

de nuevo tuvisteis que salir tarde
o que en el mar las gaviotas volaban,
también yo alguna vez, cuando sufría

temblores de dolor y huía ciego,
alcé gaviotas sobre un mar ficticio,
sin arrepentimiento ni disculpa,

y le dije a un tipo: por un instante
imagina que esto te pasa a ti,
y él dijo: no, jamás, yo no soy eso,

y le respondí, al tiempo que pagaba:
vendrá la miseria y tendrá tus dientes,
y fui a emborracharme a otro lugar

donde conocí a otra sirena
con ganas de bruñirse las escamas
sin que el dios del océano lo aguase,

y aunque ni siquiera el pulso en las pieles
signifique lo mismo para ambos
—seda tu cuerpo y cañamazo el mío—,

y aunque cuando tú sonrías yo sepa
que mi sonrisa no alcanza esa llama
que desnuda, aniquila y reconforta,

y aunque tus leves labios en los míos
acaricien y abrasen mucho más
que mis cortados labios en los tuyos,

incluso en este espacio limitado
de nuestro cosmos breve, incluso en este
lapso, incluso en estos quince minutos

de vértigo, vacío y nervio, hay
una dulce tibieza en el entorno,
un equilibrio, una complicidad

que podrían sugerirnos —acaso—
que además del universal principio
de la raíz de la vida, además

de la exigencia del alma y la carne,
además del influjo y el reflujo
que en la marea convergen, que acaso

tan perezosa, tan imperceptible,
tan paulatinamente, la ligera
gravedad del amor nos ha atrapado

en sus finos hilos de luz y ansia
—la escintilante elipse donde mora
y juega la araña de los milenios—,

y ese era yo, de rodillas, orando
a nuestra señora de Brassempouy
—toronjil y bikinis, bella dama

de la capucha—, cuando en los olivos
—áridos senderos intransitados—
los ecos se perdían y, de lejos,

el dios se volvió hacia mí, socarrón,
susurrando: nada hay aquí tan grave
como la gravedad marciana, loco,

y en tenue bruma se desvaneció.

egm.2020


La dama de Brassempouy


Mango. Flor de verano

 
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