Las gacelas corren y brincan
por la sabana,
rumor de cigarras y pájaros,
miro desde la distancia, y escucho,
soy un viejo depredador,
fuerte y audaz, avanzo silencioso,
sigiloso, determinado,
atento a los olores,
a la dirección del viento y sus cambios,
atento a la velocidad del tiempo,
una gacela se destaca
de las demás, mis ojos
se fijan, mis músculos se contienen,
la gacela se exhibe,
corretea ante mí como si no
pudiera verme,
yo me encorvo, olfateo el aire,
calculo, mido,
y avanzo sigiloso, silencioso,
determinado,
el tiempo se acelera en mí,
me tenso y me destenso
en una exacta fracción de segundo,
me abalanzo con precisión,
seguro de donde asestar
un golpe único y definitivo,
ágil, la gacela salta hacia un lado,
con un brinco me evita,
mis mandíbulas se derrotan
contra sí mismas,
muerdo el aire, remuerdo el polvo,
me muerde el tiempo…
ágil, grácil, la gacela se va.
Este es el primer sueño.
En el segundo sueño
tú me miras como una hiena hambrienta,
como el águila sobre el viento
—como el futuro examina el pasado—,
como la aullante loba sin manada…
como el tiempo sobre los días.
Yo huyo entre los matorrales
—sombra bajo las sombras,
perseguido por las incertidumbres
y la velocidad del tiempo—
y en la oscuridad de mi madriguera,
sobrecogido, tiemblo.
Una mariposa sin alas
blandía su varita mágica
el hada invocaba a sus vértigos
en el abismo de los dioses
el tiempo crujía en las flores
de los besos funambulescos
fluían ficciones errantes
y musgos de luz y humedades
en el pozo del tercer sueño.
El zorro bate el monte,
entra y sale de los caminos,
dibuja, traza,
rectas, curvas, secantes y tangentes,
triángulos y cuadrículas,
apremiado por los instintos
y el soplo del tiempo en la cola.
En la sombreada ladera
está picoteando la torcaz
sus piñones tranquila;
alza un ojo, ve al zorro que la acecha,
y prosigue picoteando,
picoteando los dulces piñones
que el tiempo ofrece.
Los campos brillan rojos
y amarillo el cielo en el cuarto sueño.
La paloma torcaz sabe,
y con un pequeño vuelo se aparta
y con otro se aleja.
El zorro aún trota tras ella
entre la abdicación y la esperanza.
Sueño y me empeño
en que en el quinto sueño
sepulto mis perversiones contigo,
Zeuxo nacida del Océano
—sigue vuelo, gaviota—,
y brindo, mierda, brindo
por el azul del mar
a través del reflujo de las algas,
un corazón de tiza en tu ventana
—es el tiempo, Zeuxo—, oh Zeuxo,
arena (lluvia) y sal,
dorada coleta, difusas pecas
—ya no vistes muñecas—,
desazón de saliva en el cristal.
En el lago del sexto sueño
de juncos de luz y humedades
fluían ficciones mutantes
con los densos besos espesos
el tiempo rujía en el dolmen
desde el vórtice de los dioses
el hada evitaba sus vértigos
cernía su varita mágica
la azul mariposa sin alas.
El tiempo se deceleraba
en la puerta del dolmen,
entremos, bailemos, dice el vencejo,
las retamas se mecen
al ritmo del tiempo en sus flores,
el cielo amarillea
sobre los rojeantes campos,
pájaros y cigarras escuchaban
su propio rumor en el polvo,
la luna disimula,
en lo hondo del bosque
el chamán recibía al visitante
llegado de otros infiernos,
desde su nido en el magnolio
ella te espía,
tibio es el sabor de estos días
en que rebrota el cuarzo,
tomaste mi acento como un mordisco
y yo tu dentellada como un beso,
en la arena y la sal,
como una hiena ella te miraba,
como la loba olisqueando
la remota velocidad del tiempo,
cedió la luna a los designios
del sueño séptimo,
armé mi débil cuerpo
de infinidades, y mi espíritu
volátil de hierro y cuero, la noche
de vidrios húmedos,
oliendo a algas,
entremos, decía el vencejo
—vuelo del tiempo—,
bailemos la dulce danza del miedo
en el séptimo sueño,
solos y eternos.
egm. 2017
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