Es un modo de convivencia ambiguo,
en el que, en cuanto avanza la liturgia,
cada adepto responde
a cada tacto de forma variable;
la combinación de varios individuos
en un vórtex —hallar el flujo puede
ser esencial— exige
un complejo grado de compromiso.
El dragón de sangre, a veces apático,
guarda y suele defender sus valiosos
tesoros; nunca pierde,
aunque no siempre obtenga beneficios.
Cada adicto cree entender qué hace
y quién es, si bien para discernir
su propia identidad
no deja de atravesar los espejos;
el flujo se diluye en la marea,
que vuelve a sus turbias profundidades.
El dragón es paciente
pues sabe que mañana hay otro eclipse.
egm. 2016
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