9 de septiembre de 2012

Constance Berjaut

La perversidad
(Efluvios y puntillas de tela)

Yo la había sorprendido por el resquicio de la puerta. Ella acababa de salir de su ducha helada matinal. Se frotaba vigorosamente las carnes flácidas y disonantes sin posar nunca los ojos sobre el espejo estañado. Sus gestos eran mecánicos, sin extravagancia femenina o delicada lascivia. Era tosca incluso en las proporciones de su cuerpo. Iba a escapar de aquella visión arisca cuando vi que ella detenía sus movimientos y se admiraba con placer. Algo había cambiado sobre su rostro y en su aspecto. Una forma de dulzura lujuriosa animaba ahora su mirada mientras que su masa epidérmica emanaba un resplandor teñido de sensualidad y erotismo. Durante los segundos en que decidí abandonar mi tibio voyeurismo, ella se había puesto unas bragas de una finura turbadora para una mujer cuya fantasía tan solo se limitaba a una sonrisa parsimoniosa. Aquella ropa interior de finos encajes blancos e inmaculados borraba las estrías, la celulitis, los pelos que pululaban arriba y abajo de su piel basta y gruesa. La transformaba en un objeto de deseo. La hacía pasar de una mujer grosera cuya ternura respecto a mí no se medía más que con el sonido de la palma de su mano contra mi mejilla, con el ritmo del palo contra mis costillas, con el sobrecogimiento más o menos vigoroso de mi epidermis, a una mujer que irradiaba, que le implicaba a uno en la necesidad de recogerse en sus brazos carnosos, que envolvía en su feminidad calurosa. Era diferente. Era seductora. Era triunfante. Pero cuando se puso la blusa mugrienta de trabajadora recluida en el desencanto cotidiano, todo desapareció; de la mirada inflamada frente a su propio reflejo a las curvas voluptuosas de sus caderas, pechos y cintura. Era de nuevo pesada, gruesa, cruel y huraña. Era de nuevo mi madre en todo su esplendor tiránico y desastrado.

Yo tenía siete años y era la primera vez que mi madre me parecía hermosa, que quería acurrucarme contra su cálida carne, que yo la amaba. Y porque quería amarla más y más, comencé a buscar diariamente aquella visión fugaz y fulgurante. Cada mañana, pasaba indolentemente ante el cuarto de baño esperando percibir la metamorfosis. Desafortunadamente, la puerta no se abrió nunca. ¿Había notado mis ojos infantiles saboreando su puntual transformación? ¿Quería ser el único testigo de su belleza erótica? No lo sé. Pero su nueva imagen me perseguía tanto de día como de noche. El tejido calado de sus bragas aparecía tan pronto como mis ojos se cerraban. Extendía los brazos queriendo quitarle aquella tela a unos poderes tan extraños, pero no pasaba nada. Comprendí poco a poco que más allá de la vista, ahora cegada, necesitaba tocar, rozar, apoderarme.

Yo sabía donde mi madre guardaba la ropa interior. Me introduje en su cuarto con la agilidad de un felino. La gran cómoda hacía frente a la cama paterna, fría y marchita. Encima se esparcían sobre el polvo algunas baratijas descoloridas y la fotografía de mis progenitores como insulsos novios. Los cajones de lo que me pareció entonces una caja fuerte eran pesados y macizos. Los abrí uno a uno con toda la precaución de un ladrón sin experiencia. Chirriaban. Tenía miedo de ser sorprendido. Pero en el tercer compartimento encontré por fin mi tesoro de puntillas de tela. Sumergí allí la mano con deleite mientras una sacudida eléctrica recorría mi espina dorsal. Había de todos los colores, de todas los tejidos. Decidí estudiar cada una de estas piezas de lencería. Cada día cogía una al azar. La acariciaba, la deslizaba contra mi piel, la analizaba. A veces ponía unas bragas sobre la cama y solamente las miraba. En otras ocasiones tomaba varias para hacer una especie de ramillete arrugado. Jamás me vino a la cabeza llevarme unas.

A las pocas semanas aquel ritual se había convertido en el único placer de mi vida. Tenía la impresión de conocer mejor a mi madre al tocar una parte de su intimidad. Me había convertido en experto en la manipulación silenciosa del cajón, lo que me dejaba más tiempo para deleitarme en estos reencuentros y amar cada vez más a su propietaria. Un día, absorto en mi tarea, no oí los recios pasos de mi madre llegando por detrás de mí. Me vio con unas bragas en la mano y montó en una cólera histérica. Los golpes comenzaron a llover con una brutalidad rítmica mientras aullaba con su voz aguda y ensordecedora que yo no era más que un vicioso, un desviado, un instrumento de Satanás. A partir de aquel instante el cuarto de mis padres estuvo cerrado con llave. A partir de aquel instante el naciente amor por mi madre se extinguió. A partir de aquel instante me apodaron “el pervertido”.

Pasaron los años y los recuerdos de aquellos momentos deliciosos se hicieron cada vez más borrosos. No había vuelto a ver ni a tocar unas bragas desde aquel episodio desastroso. Sin embargo mis padres me llamaban siempre “el pervertido”. Yo no entendía en qué me caracterizaba esto, mas no quería rebelarme. El silencio me protegía de los musculosos ataques. Una mañana mi madre tuvo que salir repentinamente. Solo, me puse a vagar por las habitaciones de la casa que me eran accesibles esperando encontrar un asidero, una meta, un consuelo. En el cuarto de baño hice una lamentable tentativa de peinado y ensayé una pose ante el espejo. Mientras jugaba a ser otro, mis ojos cayeron por reflexión sobre una pequeña masa oscura y abandonada. Unas bragas. Las de mi madre que, en su precipitación, había olvidado recoger. Las atrapé instintivamente y hui a mi habitación.

Igual que antes, comencé a analizarlas por todas sus costuras. Eran azul petróleo, en una tela ligeramente brillante. Tenían un pequeño lazo en su centro; una fantasía casi invisible. Las pasé sobre mi piel. Eran dulces. Las olí. Estaban sucias. Aquel olor que no conocía me transportó. Era el olor del corazón carnal de mi madre, de donde yo venía, de allí donde aspiraba a estar. Un bulto inesperado nació entre mis piernas. Sin esperar, tuve que evacuar aquella necesidad gozosa, la nariz enganchada a aquel efluvio almibarado. El olor me había revelado el acceso al placer. De niño, pasaba a ser hombre. Varias veces aquel día volví a sumirme en la esencia de mi madre. Y disfruté de nuevo.

Treinta años después de aquella experiencia, el olor de la intimidad femenina sigue siendo mi única forma de acceder al placer. Por esto es por lo que paro mujeres en la calle. Para comprarles sus bragas. Algunas me tratan de pervertido. No entiendo por qué; soy educado y no soy insistente. Otras aceptan. En realidad tengo una colección impresionante. Todas únicas en su confección y su emanación. Hay las ácidas, las dulzonas, las azucaradas, las punzantes, las insípidas, las picantes y muchas otras más. Hay las que se desvanecen en cuanto ya no son llevadas, las que huelen fuertemente a perfume, las que paralizan el espíritu. Son mis bienes, mis joyas, mis diamantes. Y me he convertido en un experto en encontrarlas. La mejor estación: la primavera, porque los cuerpos no están preparados aún para el renacer caluroso. La franja horaria: el final de la tarde, mucho después de la ducha matutina. El atuendo: pantalones ajustados o un par de medias. La mujer: todas sin excepción.

Y esta noche de nuevo estoy buscando. La humedad de la atmósfera ha descendido sobre la ciudad. El calor del día se diluye en las corrientes de aire tibio. Me excito al pensar en las transpiraciones secretas. Devoro a las transeúntes con la mirada, buscando la perfección. Por fin veo a la mujer ideal. Pantalón ceñido y paso rápido. La detengo. Me sonríe. Le hago mi proposición. Sigue sonriéndome. Le explico las modalidades. Ella me responde:

«No llevo bragas. Nunca».

Se va, los labios aún levantados. Yo me quedo sin palabras, atónito, paralizado. Comprendo al fin qué es la perversidad.



Constance Berjaut. Effluves et bouts de tissus (constanceberjaut.com)


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