I
Bajo unas extensas y agobiadoras dunas de arena blanca y salobre, frente al colorido pueblo que tiene de nombre Corrubedo, al finalizar la «Costa de la Muerte», o al empezar, según por donde se mire, y la laguna del Vilar, laguna visitada por las aves nórdicas que reposan allí de su largo peregrinaje desde la helada tundra norteña hacia el desierto abrasador africano, se halla enterrada la misteriosa ciudad de Valverde.
En ningún libro figura la historia de esta ciudad sumergida bajo el mar de arena. Ni nadie puede decir que sepa la verdadera razón de la Celestial condena que motivó la desaparición de Valverde bajo las dunas.
Pero Valverde está allí. Y cuando en la noche en calma se abate sobre el mar y las tierras ribereñas la angustia del presentimiento de la tormenta por venir; cuando hasta los pinos parece que se asfixian con el aire sofocante y agobiador que deja a las aves marinas presas en sus nidos del acantilado y solamente el lejano chillido del búho se escucha bajo las estrellas, desde su tumba de arena sube a la superficie el sonido, la voz de bronce viejo, de las campanas de la iglesia de Valverde. Cuando el marinero o el campesino escucha esta campana, sabe que la tormenta será dura y peligrosa; que el mar no dará cuartel a quien sobre su lomo se halle pescando. Y que la mies será castigada en el campo, las viñas despojadas de los racimos verdes y el rayo abatirá el roble sobre la era.
Aún el eco de la campana enterrada se percibe rebotando de roca en roca por las laderas del monte, por los caseríos del valle y por los acantilados de la costa, cuando ya las olas comienzan a hinchar su vientre y el viento despeina su cresta de espuma. Y las estoicas rocas del acantilado son las primeras víctimas de la furia desatada del mar y del viento. Ingentes masas de agua recomienzan el asalto a la pétrea costa, tallando nuevas figuras en su rostro y modificando, la fisonomía del paisaje. Hasta lo alto de la torre del faro de Corrubedo alcanzan las salpicaduras de las olas que se estrellan contra las rocas, tal es la furia del mar embravecido.
En las viejas casuchas del pueblo marinero, las viejas arrugadas, que saben de muchas noches de temporales iguales, de noches y temporales que se han llevado a los hombres de la casa al fondo del mar, encienden las velas de llama temblorosa ante la imagen de la Virgen del Carmen e invocan su protección para los marineros que no han tenido tiempo de regresar al peirao o que no han escuchado la voz de aviso de la campana de la iglesia de Valverde.
Por los caseríos del valle, en Artes, en Vixán, en Bretal, en Olveira, en Axeitos, en Salmón, en Teira y todas las demás granjas de los labradores gallegos, se aprestan a la defensa: el ganado encerrado en las cuadras; los animales domésticos encerrados en los graneros. Puertas y ventanas reforzadas en sus cierres. Los pajares amarrados y bien sujetos con cuerdas al suelo, para que Eolo no se los lleve y desperdigue por el campo.
La voz de la campana de Valverde, la ciudad enterrada, les ha puesto sobre aviso; una vez más, ¿y cuántas más vendrán?, la llamada desde la tumba de arena, previno a sus feligreses que están arriba del peligro que les acecha. Y ellos lo escuchan y lo atienden.
II
Los ancianos del valle y los marineros viejos, los que han podido sobrevivir, de la costa, dicen que hace muchos años, muchísimos, tantos que nadie lo recuerda ni recuerda a sus abuelos ni a los abuelos de ellos que lo hayan visto, la ciudad de Valverde era una floreciente villa marinera, con un grande y amplio puerto y con centenares de barcos dedicados a la pesca y al comercio con otros puertos de la costa. La pesca no tenía secretos para los hombres de Valverde y el comercio era floreciente, por lo que la vida era alegre en la ciudad y sus mujeres hermosas y cuidadas. No tenían necesidad de hacer trabajos pesados y se resguardaban del sol bajo mantos de seda que los comerciantes traían de otros puertos.
Pero la vida regalada de los hombres de Valverde les hizo egoístas y perezosos; confiados en sus riquezas y en la sabiduría de las artes del comercio y de la pesca que dominaban a la perfección, se alejaron de Dios y de su Iglesia. El Pecado comenzó a rondar Valverde.
Una noche de verano, sin razón alguna, comenzó la mar a agitarse, el viento a enfurecerse y los hombres de Valverde no se preocuparon. Era noche de fiesta en la ciudad, todos los barcos, tanto pesqueros como de comercio, estaban bien amarrados en sus muelles y en la gran plaza del muelle hombres y mujeres reían y bailaban al son de los gaiteros.
El trino de las gaitas y el repique de los tambores, las risas de las mujeres y las broncas voces de los hombres impidieron que escucharan el tañer de las campanas de la iglesia que estaban llamando a sus fieles para el oficio del Santo Rosario. Las campanas sonaron y sonaron y ni uno solo de los feligreses escuchó la llamada.
El mar seguía enfureciéndose y, a la espalda de la ciudad, el viento del norte bajaba por el valle hacia el pueblo adquiriendo cada vez mayor furia; ajenos a todo lo que no fuera la fiesta que celebraban en el muelle, los habitantes de Valverde ni escuchaban el bramar del temporal ni el aviso de las campanas, que ahora repicaban anunciando el peligro.
Nubes de arena comenzaron a caer sobre la ciudad, arrastradas desde el valle por el viento enfurecido y olas de altura pavorosa se abatieron sobre el puerto; poco a poco el pueblo fue quedando cubierto por las aguas y la arena. Ya no se podía escuchar el son de los gaiteros ni de los tamboriles. Entre el ulular del viento y el rugido del mar, solamente se escuchaba el repique de las campanas…
Cuando amaneció ya había retornado la calma. El mar azul estaba tranquilo; una ligera brisa rizaba la superficie glauca de las aguas en la ensenada de Corrubedo y el cielo azul, era cruzado por las gaviotas perezosas que buscaban la ciudad de Valverde, en cuyos muelles siempre había restos de pescado abundantes, para su pitanza mañanera; pero Valverde no estaba. Se había ido. En su lugar estaban unas montañas de arena blanca que brillaban al sol de la mañana. Era todo lo que quedaba a la vista en el lugar en que la noche antes ocupaba la floreciente ciudad de Valverde.
III
Hoy siguen allí las dunas. Y la larga playa a sus pies. Las dunas, según se puede comprobar, unas veces están a la derecha del llano que se abre a su espalda, ante el valle largo y triste; otras veces están a la izquierda. Aseguran los ancianos de los alrededores, que las dunas se mueven en la noche para tapar las salidas que los hombres enterrados de Valverde están cavando desde aquella noche para salir a la superficie. El Genio que tiene aprisionado al pueblo de Valverde les deja llegar a vislumbrar la superficie, y cuando ya están a punto de salir a la luz del sol, mueve las dunas y vuelve a enterrar a Valverde y a la esperanza de sus hombres bajo las montañas de arena blanca y fina. Por eso en las dunas no crece vegetación alguna, porque siempre están en movimiento.
Pero el repique de sus campanas se sigue escuchando por los pescadores y los labriegos, en las noches que preceden a las tormentas pavorosas.
Artículo publicado en La Vanguardia el 14 de mayo de 1969.
He modificado, en el primer párrafo, entre el dolorido pueblo por frente al colorido pueblo y, en el último de la segunda parte, cursado por cruzado.
6 de febrero de 2012
Eduardo García Prieto
Las Galicias ocultas
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