26 de noviembre de 2011

El gris



Entonces los ordenadores
no cabían encima de las mesas,
íbamos los dos y el perro
por el camino viejo de la sierra,
a cada lado del puente

acechaban los mismos árboles,
fresnos, abedules,
de deshojadas ramas silenciosas,
urracas, cuervos
eran los ecos de la tarde,

entonces un teléfono
era algo en el extremo de un cable,
caminábamos por el bosque
como tramperos ebrios,
cayéndonos en la nieve,

buscando una puesta de sol,
un gris preciso en el crepúsculo
que no existe en ningún otro lugar,
té y coñac en el albergue
del urogallo disecado,

entonces la crueldad
era tan primitiva como siempre,
en la carretera del puerto,
profunda umbría y misteriosa,
el invierno parecía eterno,

sin principio ni tiempo, infinito,
y los brillos de la luz
entre las ramas amenazadoras
eran reflejos de un caleidoscopio
girando abierto desde el cielo

hacia los musgos ocultos
en la profundidad del bosque,
entonces los caleidoscopios
tenían tanta magia como ahora,
y, urracas, cuervos,

con el áspero graznido
en el claro surgió el gris
sobre una montaña azulada,
el gris crepuscular buscado,
cazado en la trampa de la retina,

blancos, lilas, azules, pero el gris,
el gris fundente
único del crepúsculo de invierno,
fijado para siempre en la memoria
sin píxeles ni negativo,

indeleble como un beso
bajo los pinares nevados,
y también entonces,
entonces las cámaras fotográficas
eran tan prescindibles como ahora.

egm. 2011

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