27 de junio de 2020

Anne Carson

[Simónides: El poeta y el dinero]

Fragmento del primer capítulo, Alienation, del ensayo Economy of the Unlost (Reading Simonides of Keos with Paul Celan) publicado en España con el título Economía de lo que no se pierde. De Simónides de Ceos a Paul Celan en traducción de Jeannette L. Clariond.


Simónides

Simónides de Ceos fue la persona más inteligente del siglo V a. C., o eso he llegado a creer. La historia dice que también fue el más tacaño. Fantástico en sus anécdotas, innegable en sus implicaciones, la tacañería de Simónides puede decirnos algo sobre la vida moral del usuario del dinero y sobre la vida poética de una economía de pérdida. Nadie que use dinero cambia por ello. Nadie que use dinero puede ver fácilmente su propia práctica. No pidas al ojo que vea sus propias pestañas, como dice el proverbio chino. Sin embargo Simónides lo hizo, y no solo porque era inteligente; la historia situó a Simónides en la cúspide de dos sistemas económicos. Su vida forma una especie de proyección puntiaguda que surge en el lugar en que el dinero acuñado seccionó de través la cultura premonetaria de la Grecia arcaica.


La moneda

Una moneda es una pieza de metal aplanada de peso normalizado con un diseño impreso en uno o ambos lados para indicar qué individuo o comunidad la ha emitido y la aceptará de nuevo. La primera moneda verdadera, nos dice Herodoto, fue una invención lidia datable alrededor de 700 a. C. Las monedas lidias eran originalmente de electro, una aleación natural de oro y plata. En la Grecia continental las ciudades de Corinto y Atenas comenzaron a acuñar monedas de plata antes de 550, y a finales del siglo VI el uso de la moneda estaba muy extendido en todo el mundo griego.

Pero el sistema monetario griego fue anárquico en los primeros tiempos. Cada ciudad podía imponer internamente la circulación de su propia moneda pero en el extranjero las monedas solo se aceptaban en función de su peso. Además sus altos valores sugieren que las primeras monedas no se utilizaron en los mercados locales sino para facilitar la burocracia del gobierno (por ejemplo para pagar mercenarios, financiar obras públicas y cultos o abonar peajes u otros impuestos). Los particulares seguramente encontraron usos para la moneda, que dominó cada vez más el comercio minorista y el orden personal, pero el dinero no reemplazó simplemente las estructuras premonetarias de la vida económica; más bien las penetró gradual y desigualmente a lo largo de varios siglos mientras disfrutaba de una extraña coexistencia con sistemas anacrónicos de intercambio cuya actividad de hecho contradecía la lógica monetaria en importantes detalles.


El regalo

Antes de que hubiera dinero muchas sociedades complejas ordenaban sus vidas económicas, en gran medida, por medio de regalos e intercambio de regalos. Los historiadores han demostrado que una ideología de intercambio de regalos aristocráticos, notable a lo largo de los poemas homéricos e igualmente bien evidenciada en los restos arqueológicos del mundo homérico, continuó sustentando a las sociedades griegas arcaicas y clásicas de los siglos VIII al IV a. C. coexistiendo tenazmente con la difusión del dinero y el trueque de mercancías. El intercambio de regalos forma parte de lo que se llama una "economía integrada", es decir, un sistema sociocultural en el que los elementos de la vida económica están integrados en instituciones no económicas, como el parentesco, el matrimonio, la hospitalidad, el mecenazgo artístico y la amistad ritual. Estas funcionan a través de un laberinto de interacciones sociales, religiosas y simbólicas cuyo núcleo es el intercambio de regalos.

Marcel Mauss inició el estudio del regalo y la economía del regalo en su célebre Essai sur le don. En él describe sociedades en las que el regalo es un mecanismo de intercambio que es a la vez material y moral y une a la comunidad en una viva estructura de valor. Mauss cita un proverbio de Nueva Caledonia:

Nuestras fiestas son el movimiento de una aguja que cose las partes de nuestros techos de caña, haciendo de estos un techo único, una palabra.

Mauss enfatiza que ese “techo único” está continuamente entretejido de tres obligaciones interrelacionadas: dar, recibir y pagar. Teniendo en cuenta estos tres requisitos comenzamos a ver cómo la vida moral establecida por tales transacciones difiere de la de una economía monetaria. Un regalo tiene un contenido tanto económico como espiritual, es personal y recíproco, y depende de una relación que perdura en el tiempo. El dinero es una abstracción que circula en un solo sentido e impersonalmente entre unas personas cuya relación concluye con la transferencia de efectivo. Para usar los términos de Marx, una mercancía es un objeto enajenable intercambiado entre dos sujetos que disfrutan de un estado de independencia mutua, mientras que un regalo es un objeto inalienable intercambiado entre dos sujetos recíprocamente dependientes. El regalo y la mercancía representan dos nociones diferentes de valor, plasmadas en dos conjuntos diferentes de relaciones sociales. Los conjuntos deberían ser mutuamente excluyentes; en realidad, histórica y psicológicamente, se superponen.


La xenia

Tomemos, por ejemplo, el modo de intercambio de regalos que los antiguos griegos llamaban xenia. Habitualmente traducido como “hospitalidad”, “amistad para con los invitados” o “amistad ritualizada”, la institución de la xenia impregna las interacciones socioeconómicas de los periodos homérico, arcaico y clásico. Gabriel Herman define la xenia como «un vínculo de solidaridad que se manifiesta en un intercambio de bienes y servicios entre individuos originarios de entidades sociales separadas». Los rasgos característicos de la xenia, a saber, su base en la reciprocidad y su presunción de perpetuidad, parecen haber entretejido una textura de alianzas personales que mantuvo unido al mundo antiguo.

En espíritu la xenia es enfáticamente no mercantil; los bienes no se miden, el objetivo no es el beneficio. De hecho, el objetivo es endeudarse:

La finalidad de la economía del regalo es la acumulación para la des-acumulación; la economía del regalo es sobre todo una economía de deuda cuyos actores se esfuerzan por maximizar el gasto. El sistema puede describirse como de “desequilibrio alterno”, en el que el objetivo nunca es “saldar” las deudas sino preservar una situación de endeudamiento personal.

Mientras que el dinero pretende modificar el statu quo, los regalos aspiran a mantenerlo. El profundo conservadurismo de la economía del regalo asegura su propia continuidad y prestigio moral de dos maneras. Primero, por derogación de todo lo que no es regalo. Podemos ver una marcada desconfianza respecto al dinero, el comercio, el beneficio y los comerciantes que impregna las actitudes socioeconómicas griegas desde la época de Homero a la de Aristóteles. «El trueque de mercancías no era una actividad aceptable para un griego», concluye un historiador. La riqueza es algo bueno que tener, pero no que perseguir. Al mismo tiempo a la economía del regalo le gusta proyectar sus funciones sobre el cosmos, sugiere Mauss, como si las reglas de la xenia representaran simplemente el modo en que son las cosas para los dioses y los hombres. El intercambio de regalos perdura al no reconocer el hecho de que es solo un sistema económico entre otros. Solón, un político que vivió en un periodo de floreciente comercio y basó su carrera en la denuncia del dinero, habla como un típico aristócrata del siglo VI cuando dice: «Perfectamente feliz es el hombre que tiene hermosos niños y caballos de sólidas pezuñas y perros de caza y un xenos en el extranjero».


La delicada situación del poeta de la Antigüedad

Los poetas de la Antigüedad participaban en la economía del regalo de sus comunidades como xenoi de las personas que disfrutaban de su poesía. Homero nos presenta a Demódoco y Femio como bardos permanentes de la corte que intercambiaban sus cantos por la hospitalidad de la casa, y al mismo Odiseo realizando un intercambio ad hoc de su historia por comida y refugio. En el momento en que Odiseo, en la sala de banquetes de Alcínoo, trincha un trozo caliente de su propia porción de carne de cerdo y se la ofrece en agradecimiento al bardo Demódoco «para que pueda él comer y yo pueda tenerlo junto a mí», observamos la economía integrada en su versión ideal. Durante los siglos posteriores poetas como Estesícoro, Jenófanes, Íbico, Anacreonte, Simónides, Esquilo, Píndaro y Baquílides viajaron a las ciudades de sus mecenas y vivieron en sus casas produciendo poesía para ellos. Al describir esa relación entre el tirano Polícrates y el poeta Anacreonte, Estrabón dice: «El poeta lírico Anacreonte vivió con este hombre y toda su poesía está llena de su recuerdo». Reconocemos la estructura externa de la relación como de xenia aristocrática, con regalos de poesía intercambiados por regalos de sustento por hombres que reconocen una conexión mutua y ritual. Podemos tan solo imaginar su delicado funcionamiento interno.

El dinero cambió todo esto. «El dinero —dice Marx— es la externalización de todas las capacidades de la humanidad».


El cambio

Simónides fue considerado el responsable del cambio. Según un escoliasta antiguo «Simónides fue el primer poeta que introdujo un cálculo meticuloso en la creación de canciones y compuso poemas por un precio». De este hecho deriva una elaborada iconología que representa a Simónides como un tacaño, gruñón y sórdido avaro. «Nadie podría negar que Simónides amaba el dinero» es la escueta afirmación su biógrafo, Eliano. Su contemporáneo, el poeta Jenófanes, califica a Simónides de kimbix (“tacaño”). A los cincuenta años de su muerte Simónides aparece como arquetipo de avaricia en la escena cómica. Un personaje aristofánico comenta: «¡Ese Simónides se lanzaría al mar en una estera de baño por provecho!». Aristóteles usa a Simónides del mismo modo, como ejemplo ético común de aneleutheria (“avaricia”). Otros testimonios recogen que Simónides exigía enormes honorarios por sus versos, acumulaba dinero en ánforas en su casa, recorría el mundo en busca de ricos mecenas, denunciaba a quienes no le pagaban lo suficiente y pronunciaba discursos sobre los placeres del lucro. Resultaría bastante verosímil, especialmente a la luz de la tendencia caracterológica de los biógrafos antiguos, considerar estos relatos como tropo biográfico por el simple hecho de que Simónides había profesionalizado la poesía. Pero tratemos de entender el simple hecho con mayor precisión.

Que Simónides fuera el primero en profesionalizar la poesía no es improbable. Alguien tuvo que hacerlo y los conocimientos actuales acerca de la fecha de la aparición de la moneda nos dicen que esta coincide con su época.

Que Simónides ganara mucho dinero no es imposible. Disponemos de cierta información sobre los salarios de principios del siglo V donde se indica que las artes verbales estaban relativamente bien remuneradas. Por ejemplo el escultor Fidias trabajó en la estatua criselefantina de Atenea en Atenas por 5.000 dracmas anuales, de los cuales tuvo que pagarse a sí mismo, a sus trabajadores y los costes de producción. Y Heródoto nos habla de un exitoso médico cuyo salario anual era de 6.000 dracmas cuando vivió en la isla de Egina, 12.000 mientras vivió en Samos y 10.000 mientras vivía en Atenas. El mismo monto, 10.000 dracmas, fue lo solicitado por Píndaro por un solo ditirambo compuesto en honor a los atenienses. Por su parte el sofista Gorgias requería a sus alumnos el pago de 10.000 dracmas cada uno por un solo curso de retórica y ganó así el suficiente dinero como para mandar erigir una estatua de oro macizo de sí mismo en el recinto de Apolo en Delfos. Sócrates afirma que tanto Gorgias como Pródico «ganaron más por su sabiduría que ningún artesano por su destreza». Se ha estimado que 10.000 dracmas equivaldrían aproximadamente a veintiocho años de trabajo de un jornalero remunerado con un dracma per diem.

Que Simónides dedicara su vida a la avaricia resulta difícil de probar o refutar ya que, pese a siglos de testimonios unánimes despotricando de su codicia, ninguna fuente conserva una sola cuenta o número cierto que diga cuán tacaño era, cuán rico se hizo o qué precios cobraba en realidad. Evidentemente la codicia de Simónides era mal admitida más en su esencia que en sus detalles. Su esencia era la mercantilización de una actividad anteriormente recíproca y ritual, el intercambio de regalos entre amigos.


El objeto

La mercantilización marca un momento crucial en la historia de la cultura humana. Las personas que utilizan el dinero parecen desarrollar relaciones entre sí y con los objetos diferentes a aquellas que no lo usan. Marx llamó “alienación” a esta diferencia. Marx creía que el dinero convierte a los objetos que usamos en cosas ajenas y a las personas con las que los intercambiamos en personas ajenas. «El dinero es el alcahuete entre la necesidad del hombre y el objeto, entre su vida y su medio de vida. Pero lo que influye en mi vida para mí, también influye en la existencia de otras personas para mí. El dinero se convierte en el Otro». Cuando Marx describe el complejo proceso por el cual la mercantilización altera a las personas, se refiere a la sociedad burguesa y a las economías capitalistas modernas, no al siglo V a. C., pero los términos de su descripción pueden ayudarnos a ver la situación de Simónides con mayor claridad, pues Marx se refiere también, siempre, a la ética más fundamental del Intercambio y sus objetos.

Dediquemos un momento a considerar la vida de los objetos. En una economía del regalo, como hemos visto, los objetos intercambiados forman una especie de tejido conectivo entre dador y receptor. El carácter recíproco de esta conexión está implícito en su terminología reversible: en griego la palabra xenos puede significar tanto huésped como anfitrión, y xenia, regalos entregados o regalos recibidos. «Considerado como acto de comunicación —dice Pierre Bourdieu— el regalo se define por el contra-regalo que lo completa y con el que alcanza su pleno significado». Tal objeto lleva la historia del dador a la vida del receptor y allí la continúa. Puesto que valoraban esta continuidad los griegos crearon un notable símbolo concreto de ella que se usó como signo de obligación mutua entre amigos, un objeto llamado symbolon:

Las personas que entablaban relaciones de xenia solían partir un trozo de hueso en dos, conservar una mitad y entregar la otra a sus socios, para que, en caso de que ellos, o sus amigos o parientes tuvieran oportunidad de visitarlos o viceversa, podrían llevar su mitad consigo y renovar la xenia.

Los symbola no eran una característica convencional de todas las relaciones de xenia, pero su concepto sugiere la vida no objetiva de los objetos en estos intercambios. Un regalo no es una mera pieza separada de la vida interior del dador y perdida en el intercambio, sino más bien una extensión del interior del dador, tanto en espacio como en tiempo, hacia el interior del receptor. El dinero niega esta extensión, rompe la continuidad y retiene los objetos en sus propios límites. Abstraídos del espacio y el tiempo, como trozos de valor vendible, se convierten en mercancías y pierden su vida de objetos.

Pues una mercancía no es un objeto, es una cantidad de valor que puede ser comparada con, o sustituida por, otras cantidades equivalentes. Con la mercantilización se extinguen sus propiedades originarias. Se extingue también su poder de conectar a las personas que dan y reciben: se convierten a sí mismas en mercancía, trozos de valor en espera de precio y venta. Adoptan una “forma mercantil”.


La gracia y la liebre

La forma mercantil no es un simple estado de ánimo. Fragmenta y deshumaniza al ser humano. Hace que una persona asuma un “carácter doble” en el cual sus propiedades originales se desvinculan de su valor económico y su ser privado de su ser público. En estos términos describe Marx el efecto de la mercantilización en los ciudadanos de la Europa burguesa. Me gusta pensar que Simónides representa una forma temprana y severa de alienación económica y la “duplicidad” que la acompaña. Al haber nacido en una sociedad cuya tradición de intercambio de regalos coexistía con el comercio de mercancías y una naciente economía monetaria, equilibrándose en el límite entre dos sistemas económicos e inserto en la conciencia desintegradora de aquella época, tuvo una visión abierta, dirigió sus ojos en ambas direcciones.

Platón nos cuenta cómo llegó Simónides a Atenas:

Hiparco, el mayor y más sabio de los hijos de Pisístrato, dispuso tener a Simónides de Ceos en su permanente compañía con el incentivo de grandes salarios y regalos.

Salarios y regalos: la moneda tiene dos caras. Como la realidad era doble, Simónides insistió en señalar a ambos lados de ella. De ahí, por ejemplo, la historia de sus dos cajas y la gracia.

Dicen que Simónides tenía dos cajas, una para las gracias y otra para los honorarios. Así que cuando alguien acudió a él pidiéndole una gracia, le mostró y abrió las cajas: una estaba vacía de gracias y la otra llena de dinero. Y esa es la forma en que Simónides se deshizo de una persona que le solicitaba un regalo.

Las dos cajas están una junto a otra en la vida de Simónides como los regalos y el dinero coexisten en su sociedad. Su alineación establece un experimento de pensamiento económico. Pues la palabra griega charis ("gracia") que nombra el vacío de la primera caja fue un término clave en la economía de intercambio de regalos de los períodos arcaico y clásico, que designaba "un intercambio recíproco valioso y voluntario" entre hombres que tenían una dependencia mutua y ritual. Al igual que xenos y xenia, la palabra charis es semánticamente reversible e incluye en sus equivalentes léxicos favor, regalo, buena voluntad dada o recibida, pago, reembolso, gratificación, placer ofrecido o placer devuelto, caridad, gracia, Gracia. En otras palabras, charis es el nombre genérico para toda la textura de intercambios que constituye una economía del regalo, así como para la piedad que los garantiza. Por lo que Aristóteles inserta en su análisis del dinero en la Ética nicomáquea un saludo al paso, bastante melancólico, a las diosas llamadas Cárites:

Es por eso que la gente construye un templo a las Cárites en un lugar visible, para que pueda haber donaciones recíprocas. Porque esta es la esencia del charis: la necesidad tanto de devolver una gracia recibida por uno mismo como también la de iniciar una acción de gracia por cuenta propia.

La idea de contener esta textura viva de acciones, emociones, valor, tradición y tiempo en una caja es más que cínica, es surrealista. La propuesta de sumergirse en esta caja y sacar un poco de gracia para dársela a un completo extraño desmiente toda la base lógica social e histórica de la palabra charis, su esencia recíproca y continua. La noción de que la gracia pueda vivir en una caja es casi tan loca como la de que unas pequeñas piezas de metal son equivalentes a todo en el mundo, incluyendo un poema de Simónides. Y, sin embargo, la realidad es que ahí está la otra caja: la forma dura y fría del futuro, llena de dinero. «El dinero puede intercambiar cualquier cualidad u objeto por cualquier otro, incluso cualidades y objetos contradictorios», dice Marx.

Es la confraternización de los incompatibles, obliga a los contrarios a abrazarse. Si supones que el hombre es hombre y su relación es humana, entonces solo puedes intercambiar amor por amor, confianza por confianza, etc. Pero el dinero es enemigo del hombre y de los lazos sociales. Cambia fidelidad en infidelidad, amor en odio, odio en amor, virtud en vicio, vicio en virtud, esclavo en amo, amo en esclavo, estupidez en sabiduría, sabiduría en estupidez. Es la confusión universal y el intercambio de todas las cosas, un mundo invertido.

Simónides es como alguien que trata de vivir derecho en un mundo invertido. Varias anécdotas de su biografía tradicional lo muestran en desequilibrio con sus anfitriones o mecenas, buscando a tientas la gracia de la relación. Visita las casas de estas personas y se sienta a sus mesas, pero la hospitalidad que le ofrecen está extrañamente calificada. Como en el asunto de la liebre:

Camaleonte (hablando de liebres) dice que un día Simónides estaba en un banquete con Hierón cuando la liebre le fue servida a los otros invitados, pero no a él. Por fin Hierón le dio una porción y él improvisó este verso: «Amplia, pero no tanto como para que llegara hasta aquí».

La improvisación de Simónides es una parodia de un verso de Homero: «Era amplia pero no tanto como para contener todas las naves». Comparar la liebre escasa con la playa de Troya es una ingeniosidad destinada a suavizar un momento social incómodo. Pero también puede lanzar una ojeada irónica a una edad más temprana y a otros valores. La comunidad de Homero seguramente le habría garantizado no solo una cena completa, sino también un sustento íntegro, «para que pueda él comer y yo pueda tenerlo junto a mí», como dijo una vez Odiseo. En su estudio de la amistad ritual, Herman enfatiza que la xenia es una relación entre personas que se sienten responsables por el bienestar de los demás en «una gama de actos cooperativos tan amplia como se pudiera encontrar en cualquier sociedad humana… La razón de esto es que la amistad ritualizada actuaba como un sustituto y, sobre todo, un complemento de los roles de parentesco». Y, por lo tanto, las transacciones de xenia no debían mezclarse con las del comercio de mercancías, que establece límites diferentes en torno al acto de intercambio. «Se suponía que las transacciones de amistad ritualizada se llevaban a cabo con un espíritu no comercial», sostiene Herman. «Se excluyen las relaciones entre extraños que implican pagos por bienes y servicios… Las personas que intercambian bienes y servicios específicos por pagos difícilmente clasificarían su relación como de amistad».


Pero, ¿y si lo hiciesen?

Herman no menciona la delicada situación del poeta de la Antigüedad, que es a la vez xenos y empleado, tanto amigo como asalariado, de su mecenas. Imaginemos a Simónides, quien recibió el pago en efectivo de Hierón por el poema de encargo más temprano del día, sentado junto al tirano en la cena. ¿Qué más le debe Hierón? ¿Cuáles son las reglas para esto? El dinero ha cuantificado la tensión moral entre ellos y ha liquidado su responsabilidad mutua. El dinero ha llenado la caja de la gracia con la moneda siracusana. El dinero ha implosionado el significado de xenos. Porque junto a "invitado" y "anfitrión", la palabra griega xenos denota "extranjero", "extraño", "ajeno". Hubo un tiempo en que tenía sentido mezclar estos significados en una sola Palabra porque la realidad era unitaria. Atrapado entre "invitado" y "ajeno", Simónides se sienta viendo deshacerse esta rica y antigua realidad como una liebre demasiado cocida.


La nieve

A Simónides también le fue escatimada la nieve. Ateneo cuenta la historia de cómo Simónides una vez «estaba de convite con algunas personas en una época de terrible calor». Los escanciadores mezclaban nieve con las bebidas de todos los demás, pero no con las suyas. Entonces improvisó este poema:

Aquello que el veloz Bóreas impulsa desde Tracia
una vez que ha rodeado las nervaduras del Olimpo
y muerde los pulmones del que carece de manto,
curvilíneo como una prenda viva sobre la tierra pieria…
haced que alguien vierta algo de eso en mi bebida. Pues
no es decoroso levantar un juramento ardiente a quien se estima.


El poema comienza lenta y fríamente, como si fuera un acertijo, para estallar en una fogosa reprimenda. Los versos 1 a 4 tienen la forma tipo de un acertijo, tres pistas en frases gélidas cuyo referente es "nieve". Los acertijos (griphos) eran una popular forma de entretenimiento para después de la cena y Ateneo nos dice que Simónides era un experto en ellos. Recoge dos ejemplos de acertijos suyos (ambos incomprensibles para mí) y añade una lista de soluciones popularmente conjeturadas: «Algunos explican el acertijo de esta manera… pero otros dicen… y también otros…». La cuestión es que los buenos acertijos no dicen lo que significan. Es una forma innatamente avara de discurso que disfraza su información y disimula su verdad. «Ya sabéis que el acertijo expone todas las técnicas que la broma oculta», dijo Freud. El acertijo lo expone todo excepto su propio remate. Es extraño, pues, que Simónides derrame el acertijo en los dos últimos versos del poema y nos regale su frase final. Esto no es una vana generosidad. Estos versos se enmarcan en el lenguaje del decoro social ("no es decoroso"… "a quien se estima"…) para recordarle a su anfitrión que ciertas reglas de gracia estaban en suspenso en aquella mesa. Donde la estima es la estructura de la hospitalidad, ni el anfitrión ni el huésped retienen lo que aparentemente es del otro. Pero el dinero cambia las relaciones entre las personas, vuelve en acertijo la philia humana.

El poema de Simónides trasciende su propósito enigmático y su ocasión sin gracia. Hay cierta malicia en la forma en que el poeta formula su petición de nieve en términos de reciprocidad: después de todo, ¡la nieve no es para su propio placer sino para hacer un juramento a su anfitrión! Y hay un cierto realismo en el modo en que equilibra esta bravuconada con una tierna alusión a la situación dependiente del poeta: imágenes del azote del viento invernal y de gente desamparada. Este puede ser un sencillo ejemplo de esos estereotipos que encontramos en la poesía griega, el del poeta necesitado y tembloroso que recibe un manto en recompensa por el servicio lírico. En cualquier caso, cuando leemos en Estobeo cómo Simónides , al ser cuestionado sobre su apego al dinero, respondió:

¡Prefiero legarlo a mis enemigos cuando esté muerto que rogárselo a mis amigos mientras estoy vivo!

apreciamos su razonamiento. La respuesta es un sombrío juego sobre esos valores arcaicos de amor y odio, amigo y enemigo, que en tiempos más agraciados hubieran liberado al poeta de las cuestiones económicas por completo.


Hay que comer

No puedes comerte el dinero. Pero puedes, en cambio, vender comida. De hecho puedes vender cualquier cosa. Marx llamó a este hecho “forma mercantil” y creía que caracterizaba la vida de todos los objetos en una economía monetaria. «Vender es la práctica de la alienación —afirma— y la mercancía es su expresión». Lo cual implica que las mercancías adquieren un valor alejado de su uso y abstraído de su contexto de uso. Simónides experimentó esta pérdida de contexto desde el interior. En las relaciones con sus mecenas, que eran también sus anfitriones, vio cómo se descomponía el decoro. Observó cómo empezaban a aparecer grandes desgarrones y roturas en el tejido de la acción recíproca que supuestamente albergaba y nutría la vida de un poeta. Observó que la xenia le era medida como una mercancía. Fue netamente consciente de su propio valor cambiario como productor de poesía. Y, con la escueta claridad que caracterizaba su genio social, transfirió estas inconsistencias a la acción:

Simónides era realmente un miserable y codicioso tacaño, ya sabes: en Siracusa (según relata Camaleonte) Hierón acostumbraba a enviar al poeta una porción diaria de comida. Simónides vendía hábilmente la mayor parte, reservándose solo una pequeña ración para sí. Y cuando alguien le preguntó por qué, respondió: «Para que la munificencia de Hierón sea obvia para todos, sin mencionar mi propio sentido del orden».

Una vez más, Simónides señala una tensión entre dos sistemas económicos. La comida se transforma en dinero en la historia, como el valor de uso se transforma en valor cambiario cuando una sociedad adopta la moneda. Esta transformación tiene menos que ver con la avaricia personal que con la reducción de todos los valores humanos a la conmensurabilidad. El estilo de Simónides es deliberado. Megaloprepeia (“munificencia”) y kosmiots (“sentido del orden”) son términos extraídos directamente del vocabulario aristocrático del intercambio de regalos. Combinan incongruentemente con el acto de trueque mercantil en que el poeta se ocupa. Pero la incongruencia comienza en Hierón. ¿Por qué envía a Simónides comida para llevar en vez de mantenerlo a su lado en la comensalía tradicional? El dinero altera las relaciones entre las personas, se interpone entre sus manos. El dinero desintegra los gráciles gestos de una economía aristocrática y los inscribe en las superficies de un artefacto. La tradición de la avaricia de Simónides representa una poderosa abstracción de esa realidad, midiendo la brecha que empezaba a abrirse entre poeta y mecenas en esta nueva era de comercio y profesionalismo. El poeta del siglo V ya no es un miembro del mismo cuerpo social que su audiencia. Ni las operaciones de xenia son suficientes para asimilarlo. Al igual que la comida vendida por dinero, el poeta profesional permanece inincorporablemente ajeno.

Ahora bien, es cierto que en la antigua Grecia, como en muchas otras culturas, la diferencia define al poeta. Homero no sería ciego si la verdad resultara habitualmente aparente, ni Simónides sería avaro si el lenguaje no fuera una de las economías más reveladoras que utilizamos. Pero una profunda grieta corre entre la ceguera de Homero y la avaricia de Simónides. La sociedad que veneraba la percepción de Homero se había transformado, en el siglo V, en una audiencia recelosa de la habilidad económica de Simónides. Hemos visto en los poemas y anécdotas precedentes que Simónides se complace en aprovechar su propia alienación. Subyace en ello (según pienso) una seria reflexión sobre el significado de la vocación poética.

Vender poemas incita a pensar en cuál es su valor y en quién puede medirlo. Sabemos que Simónides se hacía estas preguntas y trataba bruscamente a cualquiera que pretendiese responderlas por él. Aristóteles relata, por ejemplo, la historia de un vencedor en la carrera de mulas que deseaba comprarle a Simónides una oda a su victoria. Simónides declinó, pues el pago era módico y no le agradaba la idea de escribir poesía para mulas. Pero, al recibir un pago adecuado, compuso este verso:

¡Salve, hijas de corceles de pies cual vendavales!

Un pago adecuado invoca un poema adecuado. Compensemos esta anécdota con otra de la tradición biográfica, concerniente al extremo opuesto de la escala de pago. Según cuenta la historia Simónides caminaba solo por la orilla del mar la víspera de su partida para una travesía marítima. De pronto se detuvo pues había un cadáver a sus pies. Simónides no lo dudó. Resolvió enterrarlo y a continuación compuso un epitafio. En él habla la voz del muerto:

Imploro que los que me dieron muerte obtengan lo mismo,
oh Zeus del huésped y del anfitrión.
Imploro que los que me han dado sepultura
gocen del beneficio de la vida.


Pero el epitafio no es el final de la historia. Durante la noche el cadáver que Simónides había enterrado se le apareció en sueños aconsejándole que no zarpase al día siguiente. Simónides comunicó esta advertencia a sus compañeros de viaje, quienes la ignoraron, zarparon y naufragaron. Solo Simónides se quedó atrás y se salvó. Agregó entonces un codicilo al epitafio de la playa:

Este es el salvador de Simónides
quien, aun muerto, ha otorgado a un vivo una gracia.


Simónides hace, como le caracteriza, una doble declaración sobre la economía de su situación, pues dirige el epitafio apropiadamente al Zeus Xenios, “dios del huésped y el anfitrión”, cuyas reglas primordiales de hospitalidad hacia los extraños le habrían dictado al poeta el entierro del cadáver encontrado en la playa, al tiempo que enmarca la plegaria de venganza del difunto en un lenguaje de ganancia y pérdida. Solo un toque de mentalidad mercantil destinado a subrayar la ausencia de pago adecuado. El cual llega no obstante en el asombroso codicilo. Tanto Simónides como su “salvador” se han otorgado el uno al otro un regalo inconmensurable en términos mercantiles. Su transacción está regida por un dios y genera una plusvalía que supera con creces su propio cálculo.

“Gracia” es la casi intraducible última palabra y la estimación final del comercio epitáfico de Simónides. La gracia es la extraña e impetuosa moneda de su transacción. La gracia compra salvación en varias direcciones a un tiempo, ya que es un intercambio de vida y muerte imbricado en la función del poeta y acorde con su avaricia. Un poeta es alguien que trafica con la supervivencia, reformulando el hecho de la muerte en publicidad inmortal. Aunque el difunto no es el único que se beneficia. Es el nombre de Simónides el que aparece en esta lápida. Somos nosotros quienes hallamos compensación en su don poético. Perpetuadas en nuestro placer poético quedan las obras de su vida y la garantía de su salvación. ¿Quién salva al salvador? «Un ahorcado estrangula a la soga», como dice Paul Celan en un poema temprano. La gracia es una moneda con más de dos caras. En la cual confiamos.

(…)


Anne Carson. Economy of the Unlost: (Reading Simonides of Keos with Paul Celan) (muse.jhu.edu)
Anne Carson. Poesía, dones y dinero (culturaclasica.com)
Anne Carson. Uno ha de comer (milenio.com)
Steven Willett. Review of Economy of the Unlost... (bmcr.brynmawr.edu)
Trad. E. Gutiérrez Miranda 2020




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